No, no eres tú y no sólo es la tecnología. Si además de que tu celular se torna inútil después de cinco años, tus botellas de champú siempre se caen y terminan rompiéndose, o a cada tanto tienes que reemplazar la jarra de vidrio de tu cafetera, no es que seas descuidado o tengas mala suerte: más bien, has sido víctima de la obsolescencia programada de los objetos, productos y componentes que compras diariamente.
Hubo una época en la que las cosas se hacían para durar: la ropa y las telas soportaban años de uso, los zapatos aguantaban hasta quedar inservibles y los electrodomésticos, merced a un par de reparaciones cada ciertos años, permanecían en la familia durante décadas. Pero todo cambió a finales del siglo XX, cuando la producción en masa y los nuevos materiales permitieron fabricar enseres más rápidamente de lo que podían venderse y los fabricantes tuvieron que hallar formas para crear demanda en el mercado.
Empecemos por el principio. Definiendo, la obsolescencia programada es la determinación planificada de la vida útil de un producto y del fin de la misma para que, pasado un tiempo calculado de antemano, éste se torne inservible, obsoleto o deje funcionar debido a fallas, roturas o falta de repuestos, lo cual orilla al consumidor a comprar uno nuevo.
El término, al parecer, fue acuñado por el diseñador industrial estadounidense Brooks Stevens (1911-1995), pero con un sentido distinto al de hoy: en palabras de su creador, se trataba de “inculcar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo y un poco mejor, un poco antes de lo necesario”. Hoy en día, se trata de una práctica casi ilegal cuyo objetivo no es fabricar productos de calidad sino obtener un lucro económico a expensas del consumidor y de las serias repercusiones en el medio ambiente, debido a la generación de basura.
Sabemos, por ejemplo, que ciertos productos de la manzanita —los extintos iPods y los iPhones, sobre todo—, así como muchos equipos de computación y softwares están cuidadosamente diseñados para resultar inservibles tras un periodo de cinco años. Lo mismo sucede con los focos —los fabricantes incluso han firmado acuerdos para limitar deliberadamente su duración—, numerosos electrodomésticos, teléfonos inteligentes y hasta automóviles, que empiezan a mostrar fallas generalizadas después de los 100 mil kilómetros.
Pero eso es lo más evidente: también hay objetos de uso cotidiano que, de forma muy disimulada, cumplen con el mismo propósito. Un ejemplo claro son las jarras de vidrio de las cafeteras domésticas, pues considerando el uso rudo al que son sometidas, cualquiera pensaría en usar un vidrio grueso y resistente a los golpes; pero no: sus paredes delgadas y frágiles hacen casi ineludible que en alguna lavada se quiebren, obligándonos a comprar una jarra nueva… a precios que hacen pensar si no es más conveniente adquirir una nueva cafetera.
Otro caso, mucho más sutil, son los recipientes de algunos productos de higiene que comúnmente se encuentran en las húmedas superficies de los cuartos de baño. En un mundo donde existe la gravedad, una botella de champú alta, ligera y estrecha tienen muchas probabilidades de caerse y, por lo tanto, de romperse y de que el producto se escurra; lo mismo pasa con los sticks desodorantes, que con el uso se tornan más pesados en la punta que en la base y al estrellarse contra el suelo se resquebrajan y quedan inutilizables.
Por otro lado, ¿te ha pasado que tienes que desechar tus jeans favoritos casi en perfecto estado porque, debido a la fricción, una inevitable rotura se abrió en la entrepierna? O bien, ¿has caído en la trampa de la fast fashion o “pronto moda”, cuyas prendas baratísimas pero de telas tan delgadas y corrientes terminan como trapos de cocina al cabo de unas cuantas lavadas?
En esta cultura de lo desechable, vale la pena intentar poner un alto a esta desmedida ambición y a la generación de residuos. Algunas medidas sugeridas son hacer compras razonadas a largo plazo, o comprar productos a granel y verterlos en envases estables e irrompibles. Asimismo, a menudo conviene pensar que “lo barato sale caro” e invertir unos pesos más en objetos o prendas con mayor durabilidad —una jarra de café metálica, más cara pero casi indestructible, es un buen ejemplo—. No sólo te evitarás algunos corajes, sino que también pondrás tu grano de arena en la reducción de la huella de carbono.