
Escéptico es una palabra con una multitud de sentidos. Por ejemplo, así puede llamársele a alguien que es desconfiado acerca de las intenciones y la sinceridad de los demás, sobre todo cuando ha sido engañado o defraudado anteriormente y prefiere anteponer la duda a la confianza. “Mi tía Isabel, la que se quedó soltera, dice que ya es muy escéptica con los hombres porque, a estas alturas, ya sólo la quieren para una cosa”, escuché al pasar el otro día, con mis orejas puercas que se metían en la plática de dos mujeres de mediana edad, apretado chongo y la mirada gastada de quien ha perdido un poco la esperanza.
Sin embargo, la palabra escéptico tiene un significado más preciso: atendiendo a la etimología, deriva de la voz griega skeptikós —”el que examina”, con el sentido de dudar e investigar—, con la cual se designaba a los seguidores del filósofo Pirrón, quien es considerado el primer filósofo escéptico de la historia.
Puesto en palabras muy simples, el escepticismo filosófico es una doctrina que se basa en la duda y en el rechazo a aceptar, sin un examen previo, todo aquello que es aceptado como verdad. Pirrón rechazaba el juicio y sostenía que no había nada cierto o verdadero, bueno o malo, inmundo o sagrado. Ésas sí son ganas de no creer. Pero no se trata de un negacionista, que sería una especie repulsiva de descreído que rechaza cualquier premisa que vaya contra sus creencias, incluso cuando se le presenten pruebas suficientes e incontrovertibles de su error —varios políticos, fanáticos religiosos, debatidores de cantina (y del Facebook) y estrellitas de la farándula o internet, encajan justamente en esta definición—; se trata, más bien, de alguien que se opone al pensamiento dogmático, el cual se construye a partir de dogmas, o sea “proposiciones tenidas por ciertas y como principios innegables”.
Entonces, en un sentido muy simplista, un escéptico se opone a guiar su vida y pensamiento por los dogmas que la mayoría acepta y da por sentados y ciertos. La existencia de Dios, por ejemplo, podría considerarse un dogma, pues hasta la fecha no existe un método infalible e incontrovertible para demostrar su existencia en otros términos que no sean los de la fe y la interpretación subjetiva de ciertos hechos físicos —por ejemplo, los milagros. Y es por ello que, al menos según el diccionario, los dogmas también son “creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión”. Entonces, la conclusión más sencilla sería pensar que un escéptico, por definición, no podría tener creencias religiosas, pues éstas están basadas en dogmas y él, por definición, se opone a los dogmas. Simple lógica.
Pero, volviendo a la etimología, un escéptico también es “el que examina”. El que duda, el que investiga, el que pone en tela de juicio. No es sólo un Santo Tomás exigiéndole a Jesús que exhiba la herida en su costado para meter su dedo en ella, sino también quien metafóricamente hace saltar cosas de la mesa jalando el mantel, sólo para ver dónde cae cada una de ellas. El que no sólo admira la belleza del Sol durante un atardecer, sino que también se pregunta por qué cada día se oculta siempre por el mismo lugar,sin contentarse con el cuento de que era Huitzilopochtli y se le apetecían unos cuantos corazones humanos en sacrificio.
Gran parte del pensamiento científico —cuyos frutos hoy gozamos en la forma de tecnología que facilita nuestra vida y nos hace cada día más indolentes— tiene raíces en el pensamiento escéptico: la exploración de la Naturaleza y la búsqueda de explicaciones acerca de la multitud de fenómenos que en ella suceden a cada instante, a través del estudio de éstos por medios racionales como la formulación de hipótesis matemáticamente comprobables y la corroboración empírica de éstas, fue posible el día que un escéptico decidió no creer en las explicaciones que le ofrecieron los chamanes, las brujas, los sabios locales o la sacerdotisa. A partir de ese momento, el desarrollo científico, técnico y tecnológico se apoyó en lo concreto, en lo que puede reducirse a ecuaciones y fórmulas, lo que puede comprobarse y reproducirse sin falla una y otra vez.
Paralelamente a la historia y evolución de las religiones, y a la de la ciencia y tecnología, podría escribirse una historia del escepticismo humano. Y quizá me equivoque, pues aún existen suficientes dogmáticos en el mundo como para que se deje sentir el peso de sus ideas —o de su falta de ellas—, pero tal parece que a medida que la ciencia descifra con mayor detalle y precisión las leyes de la Naturaleza, permitiendo modificarla a su conveniencia para fines de cada vez mayor comodidad, supervivencia y prevalencia del Homo sapiens como “especie dominante” —a menudo me pregunto qué pensarían los insectos o las bacterias de frases antropocéntricas como ésa—, existe menos espacio para considerar ciertas aquellas versiones del mundo que no se apegan a lo científicamente comprobable: desde teorías desechadas por absurdas como el geocentrismo o la generación espontánea, hasta dogmas de fe como la resurrección o la existencia de ángeles, pasando por leyendas del folklore, creencias difundidas e incluso por teorías conspiracionistas como la de los reptilianos o la de la ruin familia Rothschild.
Entonces, si el mundo se está volviendo cada vez más materialista y la ciencia está teniendo éxito en su empeño de reducir el Universo a un orden matemático comprensible por la mente humana, la idea del escepticismo se vuelve cada vez más atractiva —de hecho, sucede ya que en ciertos círculos sociales el tener creencias religiosas está mal visto; al creyente se le mira como si despidiera un tufillo a ignorancia, pobreza intelectual, fanatismo, intolerancia y represión. Pero si bien hay muchos ejemplos que avalan el resquemor que pueden generar los dogmas, vale la pena recordar las palabras del primer escéptico, Pirrón: no existe nada cierto o verdadero, bueno o malo, inmundo o sagrado. Entonces, un segundo nivel de escepticismo —muy sano, a mi parecer— consistiría en también poner en tela de juicio las verdades de la ciencia.
El filósofo Karl Popper afirma: “Si una proposición científica se refiere a la realidad, debe ser refutable; y si una proposición científica no es refutable, no se refiere a la realidad”. En otras palabras, la ciencia, aunque ha sido el método más eficaz que la Humanidad ha fabricado para estudiar el mundo y sus misterios, a lo largo de la historia ha demostrado que puede equivocarse: está basada en la idea cuasidogmática —por lo tanto, cuestionable y refutable— de un orden matemático superior que puede explicarlo todo. Y como aún existen un sinfín de fenómenos de toda índole que no se han podido explicar científicamente, tampoco resulta infalible. Y según Popper, para ser ciencia y no religión, no debe serlo.
¿Existirá, entonces, un justo medio entre religión y ciencia, entre escepticismo y dogmatismo? No lo sé de cierto, pero tal vez sí. Y quizás esté relacionado con poner en tela de juicio todo aquello que damos por cierto, tan lejos como la razón y las tecnologías materiales nos permitan llegar, y entonces admitir que, por muy convencidos que estemos de la irrefutabilidad de nuestros argumentos, siempre podremos estar equivocados y dando por ciertas cosas que son falsas.
