Según estadísticas recientes, el portal de videos en línea YouTube tiene más de mil millones de visitas al mes, y en ese mismo periodo sus usuarios consumen cerca de seis mil millones de horas de videos. Además, el sitio llega a más adultos entre dieciocho y treinta y cinco años de edad que cualquier red de televisión por cable, y es por ello que más de un millón de marcas y negocios se anuncian en esta nueva manera de mirar contenidos en video.
El sitio, además de contar con miles de millones de videos disponibles para todo el mundo —o casi—, en cualquier momento y casi en cualquier lugar, siempre que se cuente con un dispositivo y con conexión a internet, ofrece a sus usuarios canales y suscripciones, a los que cada día se unen más artistas, productoras, distribuidoras, bandas de música, cantantes, editoriales y cualquiera que quiera hacer llegar un mensaje a un público determinado. Y éste es sólo el principio, pues el mundo de los videos en línea se encuentra en un continuo y acelerado proceso de expansión.
Estos hechos nos enfrentan a una realidad inevitable: la llamada “caja idiota” está a punto de abdicar su reinado y ceder el trono a sitios de internet como YouTube o Vimeo. Al parecer, ante la preferencia de las generaciones más jóvenes por escoger personalmente qué programas o videos ver en cada momento, y la incapacidad de las cadenas televisivas de competir ante tal diversidad y disponibilidad, los días de la TV están contados. O, al menos, los días de la televisión como la conocimos, con sus contenidos y formatos, y con toda la cultura y las prácticas que creó a su alrededor. La era de la televisión está llegando a su fin.
La era de la TV
Para quienes nacimos y crecimos en el siglo XX, la televisión era, en muchos sentidos, el corazón de la casa. A su alrededor, después de la comida —porque en aquellos días la hora de los sagrados alimentos era justamente eso: sagrada, y no se acostumbraba comer viendo la tele—, abuelos, padres e hijos nos reuníamos a mirar los programas de la preferencia de cada quien: las mujeres preferían gozar y llorar con las telenovelas o con alguna película de la Época de Oro del Cine Mexicano; los hombres elegían algún partido de futbol —soccer o americano, qué más da—, de beisbol o de algún otro deporte de conjunto, o una pelea de box —ya que en aquellos lejanos días el pugilato era un deporte democrático que no había sido monopolizado por las cadenas que lo han convertido en un espectáculo elitista por el que hay que “pagar por ver”—; y los niños nos conectábamos a la barra de caricaturas de la tarde o, en domingo, nos despertábamos temprano para ver a Chabelo arrebatando los premios que horas antes había otorgado, en el cruel juego de la ‟catafixia”.
Quienes vivimos esa era, recordamos la televisión como un objeto en sí: una enorme caja, casi siempre de madera, con terminados finos y sólidos, que uno encendía —previa instrucción o autorización de “los grandes”— con varios minutos de anticipación, pues el mecanismo y el cinescopio tenían que “calentarse” para arrojar a la pantalla, primero, un pequeño punto luminoso; al cabo de un rato, el punto se expandía y se convertía en una línea que brillaba parpadeando y se extendía a todo lo largo de la pantalla; tiempo después, la línea se extendía y empezaba a iluminar la pantalla completa con imágenes burdas que, poco a poco, se iban definiendo hasta dejarnos ver, en blanco y negro, el canal que habíamos sintonizado.
Recuerdo con claridad que, para lograr una imagen nítida, muchas veces había que subir a la azotea para “mover la antena”; esto es, reorientar la antena aérea que, conectada a la televisión, permitía captar las señales con mayor o menor calidad. De niño, y como crecí con mis abuelos y mis tías, había que esperar a que uno de mis tíos o mis hermanos mayores acometiera esa tarea: poner la escalera metálica, pedir que alguien la sostuviera para evitar una caída trágica, acceder a la azotea y, entonces, mover la antena en distintas direcciones hasta que otra persona, instalada frente al televisor, finalmente gritara un triunfante “¡Ya!” al lograr una visión perfecta.
Contrariamente a lo que mucha gente piensa, a pesar del aparente aislamiento y de la nula comunicación —¡Demonios! ¿Cómo iba uno a abrir la boca cuando Pepe El Toro le estaba propinando su merecido al fanfarrón de Bobby Galeana?—, cada tarde entre semana era un momento de reunión, de comunión silenciosa, de compartir un espacio cálido y familiar, presidido por el abuelo en un sillón reclinable en el que descansaba sus huesos luego de una extenuante jornada de trabajo. Cada quien estaba en su lugar —el abuelo descansando y dormitando entre programa y programa, la abuela dividiendo su atención entre su tejido y la escucha del programa en cuestión, las tías absortas y levantándose a cada tanto a poner el café o calentar la leche para la cena, y nosotros, los niños, tumbados frente a la tele. No demasiado cerca, eso sí, porque “nos hacía daño”.
En la era de la televisión, no había controles remotos, ni pantallas planas de no sé cuántas pulgadas, ni televisión por cable con doscientos y tantos canales a nuestra disposición. Sólo había seis o siete canales de televisión abierta y, en aquellos días previos a la globalización, ese microuniverso era suficiente. Había algo para todos: variedades, canciones, caricaturas y deportes; había teleseries para todo público, que pasaban de ocho a nueve de la noche —El hombre nuclear, La mujer biónica, Los Dukes de Hazzard, Hulk—, y otras para adolescentes y adultos que pasaban después de que la Familia Telerín mandaba a los pequeños con El Mago de los Sueños, en las que había pasión, misterio y crimen: Dallas, Las calles de San Francisco, Kojak, Columbo; había cine, mexicano y extranjero, y había permanencia voluntaria —como en los cines de antaño—, en la que uno podía disfrutar de maratones cinéfilos, con espacios comerciales para ir al baño, servirse un café o prepararse un tentempié.
Todos esos mundos cabían en un solo artilugio electrónico que de vez en cuando caía enfermo, y entonces había que llamar al técnico —un señor de aspecto venerable, pelo engomado y poderosos lentes de pasta—, el único ser que conocía su funcionamiento y que, con infinidad de herramientas para mí incomprensibles, realizaba operaciones a corazón abierto de nuestra querida tele, descubría sus entrañas y probaba uno a uno los bulbos —esas cápsulas de vidrio al vacío que se prendían y apagaban, conformando un paisaje como de ciencia ficción—, para finalmente dar un diagnóstico y un presupuesto, casi siempre módico, que hacía que volviera a latir el corazón de la casa.
A colores
A mediados de los ochenta, mi mamá solicitó un crédito en su trabajo y se hizo de una tele a colores. Su llegada fue como la de un visitante de otro planeta o de un bebé recién nacido: todo un acontecimiento. Las primeras imágenes que reflejaban el auténtico aspecto de los personajes y los escenarios que durante años habíamos visto en escala de grises, fueron como una revelación que robó la virginidad de nuestros ojos. Sólo hasta entonces nos dimos cuenta de que nuestros ojos y cerebros habían estado compensando la ausencia cromática con imágenes mentales, y que nuestra imaginación —o algo así— había teñido de color los vestidos, los cielos y los rostros en los que no había sino un gris opaco. Tristemente, ante la llegada del nuevo visitante, el otrora corazón de la casa fue arrumbado en un rincón, y poco a poco dejó de latir, hasta convertirse en chatarra y acabar en el carrito metálico del ropavejero.
Unos diez años después, el milagro de la televisión por cable llegó a la colonia donde crecí. Y así fue que de siete opciones, de pronto teníamos decenas de canales de donde elegir. Mis hermanos y yo aprendimos el discreto arte del zapping, y empezamos a desvelarnos viendo los programas de los que nuestros amigos burgueses nos hablaban, películas interesantes que forjaron nuestro gusto cinematográfico y, ¿por qué no decirlo?, una que otra cinta erótica muy soft, de esas que pasan después de las doce de la noche y en las que en realidad no se ve gran cosa. Los tiempos cambiaban, las personas también, los abuelos partían a otras dimensiones, los hermanos se casaban y tantas otras cosas iban cayendo, deshojándose, desprendiéndose de nosotros.
Frente a la tele fuimos testigos de las visitas a México de Juan Pablo II —mi familia lloraba cuando el “Papa viajero” se despedía de las tierras aztecas— y de cómo cayó abatido en un atentado, el mismo año que John Lennon y Ronald Reagan; observamos maravillados las primeras imágenes de Saturno que la sonda espacial Voyager II enviaba a la Tierra, y a Lourdes Guerrero a la mitad del noticiero Hoy mismo, expresando la intensidad del terremoto de 1985 a la voz de “¡Ah, Chihuahua!”
Gracias a la tele, vivimos los horrores de la guerra entre Irán e Irak, las dos Guerras del Golfo y Chernobyl. Pero también la alegría del Mundial de 1986, de los partidos del inigualable “Toro” Valenzuela, de las inauguraciones de los Juegos Olímpicos, del regreso de las carreras de autos en el Autódromo Hermanos Rodríguez, y la caída del muro de Berlín y la Perestroika. Aprendimos con Carl Sagan, nos informamos con Jacobo Zabludowsky, nos hicimos fans de Jimmy Connors y de Michael Jordan, reímos con Benny Hill y odiamos a Max Headroom.
(FOTO: Getty Images)
Pero el inexorable paso del tiempo hizo que la invención que moldeó la opinión pública en la segunda mitad del siglo XX cediera su lugar a un medio mucho más veloz, más diverso y más asequible en cuestión de diez años. Quizás en un par de décadas mis nietos —que aún no nacen— me pedirán que les cuente las historias que acabo de enumerar, y miren con asombro y un poco de lástima a su vetusto abuelo, sin comprender la nostalgia que, ya desde ahora, alberga en su corazón… que también es de bulbos.