
Dicen por ahí que “tu nombre es tu dote o tu azote”, pues con frecuencia ciertos rasgos o defectos de personalidad parecen ser comunes entre quienes se llaman igual. Pero, ¿qué pensarías si te dijera que la ciencia ha confirmado que, a lo largo de nuestra vida, todos modificamos el aspecto de nuestro rostro para que combine o coincida con el nombre que nos pusieron nuestros padres?
Un estudio reciente publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences y conducido por especialistas de la Escuela de Negocios Arison de la Universidad Reichman y de la Universidad Hebrea, en Israel, confirmó que tenemos la tendencia a alterar nuestra apariencia para alinearla con los estereotipos sociales asociados con nuestros nombres.
En el estudio, se pidió a adultos y a niños de entre nueve y diez años que relacionaran distintas caras de infantes y de adultos con una lista de posibles nombres. Los resultados revelaron que grandes y chicos asociaron correctamente las caras adultas con sus nombres correspondientes muy por encima de lo que podría atribuirse al azar; sin embargo, cuando se trataba de rostros y nombres de niños, los participantes no pudieron hacer asociaciones precisas.

En otra parte del estudio, un sistema de aprendizaje automático —machine learning— fue alimentado con una enorme base de datos de imágenes de rostros humanos y éste reconoció que los rostros de adultos con el mismo nombre eran notablemente más parecidos entre sí que los rostros de adultos con nombre diferente, pero no se encontró una similitud significativa entre los niños con el mismo nombre en comparación con infantes de nombre diferente.
La explicación de los investigadores fue que este efecto resulta de una profecía autocumplida. Esta conjetura se basa en la idea de que, además de ser una etiqueta asociada a nosotros casi desde el nacimiento, el nombre también es un estereotipo que conlleva significados y expectativas sociales que pueden formarse de muchas maneras —por ejemplo, cuando el nombre se asocia a una figura famosa, histórica o a un personaje bíblico— lo que a la larga permite una noción compartida sobre cuál es el “nombre correcto” para una cara específica.
A medida que pasan los años, las personas interiorizan estos rasgos y las expectativas asociadas a su nombre y los abrazan, de modo consciente o inconsciente, en su identidad y sus elecciones. Así, la apariencia del rostro se ve afectada directamente cuando se eligen rasgos específicos que cumplen con dichas expectativas —corte de pelo y peinado, anteojos, maquillaje, etc.— o de forma indirecta a través de expresiones faciales que afectan la apariencia facial para, a la larga, representar cómo “deberíamos” de lucir.

El escritor inglés George Orwell afirmó en alguna ocasión que “Después de los cincuenta años, cada quien tiene la cara que se merece”, refiriéndose a que la enorme cantidad de decisiones y conductas que asumimos a lo largo de nuestra vida se ven reflejados en nuestro rostro. Pero, además, está el impacto de las expectativas sociales, el cual —a decir del doctor Yonat Zwebner, quien dirigió el estudio— hasta ahora ha sido casi imposible de confirmar empíricamente.
Los investigadores aún no determinan si, al momento de llamar a sus hijos, los padres eligen nombres que combinen con el aspecto del niño o si, más bien, es el menor quien a lo largo de los años adapta su apariencia para que coincida con una que se asocie a su nombre. Como sea, queda claro que las estructuras sociales son tan fuertes que pueden afectar la apariencia de una persona e, incluso, moldear lo que las personas llegan a ser cuando crecen.
