
Ir a una agencia de viajes o, quizás, abrir una página de internet como Best Day o X Travel. Elegir entre la inmensa gama de destinos. Seleccionar las fechas más adecuadas y/o más baratas. Reservar con meses de anticipación —y, tal vez, pagar a mensualidades sin intereses. Decidir si viajar en nuestro propio auto o tomar un autobús o un vuelo con precio preferencial. Mirar fotos y tomar en cuenta instalaciones, atracciones, descuentos y facilidades para elegir un hotel lo más céntrico posible. Empacar con un checklist preciso. Diseñar un itinerario de actividades. Y, en la fecha programada, viajar con todas las certezas posibles.
Se puede hacer turismo así. O bien, se puede viajar sin rumbo fijo y sin demasiada planeación. “Ir detrás de la nariz”, como dicen en otros países. Y muchas veces esto resulta más enriquecedor. ¿El secreto? Tener buen olfato, flexibilidad, creatividad y capacidad de adaptación. Acá te diré cómo…
Turistas y viajeros
En alguno de los textos que he leído del estadounidense Paul Bowles —ese escritor de cuentos y novelas extraordinarios que, un día, hizo sus maletas, las desempacó en Tánger, Marruecos, y jamás volvió a empacar—, establece una diferencia entre turistas y viajeros. Según el prodigioso autor, los turistas son quienes, como dije en el primer párrafo de este artículo, tienen todas las certezas y saben cuándo regresarán de su viaje; los viajeros, en cambio, nunca saben cuándo regresarán… o si lo harán algún día.
Un criterio semejante puede aplicarse entre los turistas planeadores y los turistas intuitivos. Y no te confundas: el turismo intuitivo no se trata de que cada salida sea una invitación al caos, sino de que permitas que lo inesperado suceda y que tu intuición te lleve a sitios y experiencias que jamás se hubieran presentado si hubieras planeado todo meticulosamente. Y es que algo tienen las ansias de control y la planeación obsesiva que le restan color y emoción a la vida…
Un buen ejercicio para empezar a aflojar las tuercas del control y la planeación consiste en caminar sin dirección fija en tu propia ciudad: decide un rumbo determinado, llega ahí, estaciona el coche y empieza a caminar sin un destino pero sí con el ánimo de conocer una nueva calle, un rincón, un callejón, una iglesia, un cafecito o incluso un puesto de antojitos. Nada de tomar el smartphone y pedirle a Google Maps que te lleve o hacer check-in en Foursquare. Deja que las calles te vayan revelando sus secretos. Observa las casas y pregúntate qué historias habrán protagonizado o presenciado. Mantén fija tu atención en los detalles y si ves algo que capture tu interés, dirígete hacia allá: las cúpulas de una iglesia, un edificio llamativo, el olor de unos sopes siendo preparados o de pan recién horneado. Descendemos de Homo sapiens que un día empacaron todo lo que tenían, caminaron, cruzaron el estrecho de Bering y poblaron América; así que haz uso de tu olfato y aprende a escuchar tu instinto.
Una vez que te des cuenta de que no pasa nada si sigues tu intuición, estarás listo para el segundo paso: haz una maleta que puedas llevar al hombro con todo lo que creas que puedes llegar a necesitar —ropa para todo tipo de clima, traje de baño, lentes de sol, bloqueador, repelente, mapas, calzados para caminar, para calor y para montaña, o lo que decidas—, mete en tu cartera o monedero una cantidad suficiente de dinero, dirígete a una terminal de autobuses y ahí, frente a los mostradores y no antes, elige tu destino. Quizá toda la semana hayas soñado con ir a un balneario o a un pueblo mágico, pero el día del viaje el aire de la mañana te dicte otra cosa y tu ánimo esté como para subir a su cúspide. Si tienes la oportunidad y el valor, una vez que hayas recorrido ese destino y conocido sus rincones, repite la operación en la estación de autobuses local. Y así, llega hasta donde te lleve el viento.
La última etapa en esta transformación del tipo de viajero que eres es tomar la carretera y manejar sin un rumbo fijo. Un mapa de papel será útil —pues, a pesar del anuncio, no todo México es territorio de ya-sabes-qué compañía de celulares, y no hay que depender de Google Maps— y tener tu auto en buenas condiciones resultará indispensable. Llena el tanque de gasolina, revisa tus niveles y agarra camino: sigue las curvas de una carretera que conozcas bien, toma un rumbo vago y deja que lo imprevisto suceda. Consiente un poco tus caprichos…
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En una ocasión, iba con mi pareja a Taxco. Habíamos hecho base en Cuernavaca, donde vivía su mamá, y de ahí tomamos la “autopista del Sol” con dirección al sur. Confiado, según yo, en que sabía adónde me dirigía y en que la señalización cumpliría con su función, me seguí de frente y jamás tomé la salida correcta. De hecho, no la vi. Cuando llegamos a la caseta, le pregunté a un soldado que cómo llegaba a Taxco. Se rió y me dijo que me había pasado por mucho, que tenía que cruzar la caseta dos veces o darle cien pesos para que me permitiera dar vuelta en U. Una hora de regreso a la salida, más una hora hasta Taxco. Los letreros a lo largo del camino nos decían que Acapulco estaba casi a la misma distancia. En nuestras maletas había trajes de baño, gogles y bloqueador, y traíamos suficiente dinero. Lo pensamos un segundo, nos miramos y, sin dudarlo, dimos las gracias y seguimos de frente. Acapulco, aquí vamos…
