De pronto, Ramiro soltó a Laura. La cercanía que había logrado hasta casi convertirse en un beso era ahora un inmenso abismo. La mirada enamorada era un fogonazo fulminante; el rostro anhelante, un rictus de rencor. Había escuchado bien. Ella lo acababa de llamar Roberto.
María contaba con cuidado cada punto que avanzaba del tejido para no perder el patrón del suéter cuando, súbitamente, lo aventó al suelo, se levantó de un salto y llevándose las manos a la cara gritó para sí misma: “¡Dejé a mi mamá esperando en la estación de camiones!”
Aquel hermoso par de tacitas de café representaba parte de su historia juntos. Cada mañana, cuando Fernando se preparaba café, le ofrecía una taza a Sandra y, mientras bebían juntos en esas tazas, aprovechaban para conocerse. Así fue cómo se enamoraron. Por eso a él le dolió tanto que, mientras lavaba los trastes, una de las tacitas inexplicablemente resbalara de sus enjabonadas manos para terminar en el suelo hecha añicos. “Lo que me faltaba —pensó él, al borde del llanto—, primero ella me deja por otro… y ahora se me rompe la taza“.
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Cuando cometemos un error así, muchas veces nos sentimos mal y no logramos explicar qué fue lo que pasó, sobre todo si lastimamos o perjudicamos a alguien. Hay quienes afirman que estos deslices o lapsus son actos completamente al azar o que se deben a la fatiga, la distracción o la emoción; sin embargo, también les suceden a personas que se sienten descansadas o que están poniendo especial atención a sus acciones. Freud los llamó actos fallidos —también se les conoce como “deslices freudianos”— y su explicación es que son un reflejo del conflicto interno entre la intención consciente y aquello que reprimimos.
Los actos fallidos pueden ocurrir de muchas maneras:
- Deslices: que pueden ser en el habla o verbales —lapsus linguae—, como cuando le llamamos a nuestra actual pareja con el nombre del o la ex; de lectura o de audición, cuando mentalmente leemos o escuchamos algo distinto a lo que está escrito o fue pronunciado; o de escritura —lapsus calami—, cuando pretendemos tomar nota de lo que escuchamos y en lugar de esto escribimos lo que estamos pensando en ese momento;
- olvidos y extravíos: olvidamos el nombre de algo o de alguien porque inconscientemente nos genera aversión, omitimos realizar una tarea porque en realidad no deseamos hacerla, nos distraemos de llegar a un destino determinado a causa de nuestro deseo inconsciente de dirigirnos hacia otro lado o perdemos algún objeto del que, en el fondo, deseamos deshacernos;
- accidentes y errores: a veces, un accidente es una lesión autoinflingida que implica un deseo oculto de autocastigo o de reproche causado por la culpa; en otros casos manifiestan deseos ocultos, como cuando “sin querer” uno toca el cuerpo de otra persona; también sucede que uno destroza un objeto significativo o simbólico, como las tazas del ejemplo anterior;
- acciones sintomáticas: éstas se dividen en tres, que son habituales —como acariciarse la barba o jugar con el resorte de la pluma—, circunstanciales, por ejemplo cuando uno garabatea o juega con el celular en medio de una situación incómoda, y esporádicas: estás viendo una película y empiezas a rascarte insistentemente cuando aparecen arañas.
Para comprender estos actos fallidos, es necesario establecer una relación con otros actos del inconsciente, pues su origen se encuentra en pulsiones sofocadas por su naturaleza sexual, egoísta o celosa, que no es admitida por las instancias superiores de nuestra conciencia. En otras palabras, un desliz freudiano es una expresión material de un deseo reprimido por nuestra idea del “deber ser”, que halla salida a través de una acción en apariencia involuntaria.
Finalmente, los actos fallidos también tienen su lado positivo, pues funcionan como una suerte de protección que evita que nuestra mente evoque alguna situación que amenaza su equilibrio psíquico. Así que si cometes un lapsus y dices una costra por osa, trata de esclarecer cuál es el motivo inconsciente que se oculta detrás de él y, después, simplemente ríete y déjalo pasar.