Voz y cuerpo: lo que decimos cuando no hablamos y viceversa

Voz y cuerpo: lo que decimos cuando no hablamos y viceversa
Franz De Paula

Franz De Paula

Creatividad

El brillante médico escocés Joseph Bell House ejercía como cirujano personal cada vez que la reina Victoria visitaba Escocia. El resto de su tiempo lo repartía entre la poesía, el deporte, la observación de las aves y sus cátedras en la Academia de Medicina de la Universidad de Edimburgo. En clase, enfatizaba que el elemento más importante para elaborar un diagnóstico era la observación precisa. Él mismo era ejemplo de este talento: bastaba con que analizara la indumentaria y el proceder de un extraño para que dedujera su profesión y hasta sus hábitos más oscuros. Por su alta capacidad lógica y deductiva, fue pionero en la ciencia forense en una época donde la ciencia y la investigación criminal no tenían nada que ver.

Inspirado en su personalidad, uno de sus alumnos —un tal Arthur Conan Doyle— creó al protagonista de cuatro novelas, más de sesenta cuentos y de una infinidad de adaptaciones teatrales, cinematográficas y televisivas: Sherlock Holmes, detective consultor. Como personaje ficticio, encabeza el reducido y privilegiado grupo de los intelectos más hábiles —por supuesto, con ese rasgo torcido de ironía, vicio y humor negro. Es una ficción cuya sustancia es darse cuenta de la realidad.

Observar va más allá de mirar fijamente, significa percatarnos. Es algo digno de ser llamado el arte de la atención. Analizar lo que sucede a tu alrededor para entender significa poder extraer información útil de tu interés o progreso personal.

Todos los humanos hablamos un mismo lenguaje. Desde el primer instante en que pudiste abrir los ojos a esta experiencia que llamas vida, empezaste a comunicarte a través de lo único que tenías: tu cuerpo. Antes de la palabra hablada o escrita, nuestros ancestros se comunicaban con gestos, y lo seguimos haciendo. Me refiero a los movimientos más elementales, como la forma de pararnos, de sentamos, o de caminar. Una sonrisa o un abrazo, al igual que un puño cerrado o un ceño fruncido, significan algo similar hoy que hace diez mil años. Transmites más información con tu cuerpo que con palabras. Tu cuerpo es plural, libra batallas o está en tregua; es una bandada de destellos y contradicciones; es más genuino que tú.

En un libro que Charles Darwin publicó en 1872, titulado La expresión de las emociones en el hombre y los animales, nos cuenta que todos los seres humanos expresamos nuestros sentimientos más o menos en las mismas formas. Después, el psicólogo estadounidense Paul Ekman estableció un rango básico de seis expresiones del semblante humano —miedo, enojo, alegría, repulsión, tristeza y sorpresa— y encontró que eran iguales en culturas y épocas distintas. Al parecer esa es nuestra herencia evolutiva, la forma más elemental de relacionarnos. Y justo aquí se desprenden algunos cuestionamientos: en el sentido verbal y visual, ¿qué nos comunicamos, sustancialmente?, ¿qué comunico yo y qué me comunica mi comunidad?, ¿comprendo el mensaje que me transmiten o lo saco deliberadamente de contexto según mi conveniencia?, ¿qué tan intolerante soy con lo que siente o piensa mi semejante?, y ¿qué calidad de lenguaje existe en nuestro diálogo?

Paul Ekman estableció un rango básico de seis expresiones del semblante humano

Dotados con la palabra, hemos abusado de su privilegio: lo estiramos como liga y su uso excedido y distorsionado nos golpea de regreso. Tenemos embotellamientos de palabras, chocamos y nos hacemos de más palabrerío deforme. Nos saturamos de información inútil que engorda aún más la niebla comunicativa en la que estamos sumergidos. En una sociedad como la nuestra, no sólo es necesario sino muy importante aprender a hablar y escuchar correctamente, con equilibrio. El lenguaje es la estructura del pensamiento; el cuerpo se permite hablar solo. La mejor forma de leer el pensamiento de la gente es observándola. Oye lo que tu interlocutor dice y observa cómo se complementa con sus movimientos.

Si alguien te miente, no hay forma de no darte cuenta que no hay naturalidad. Cuando la gente sonríe como si una pistola les apuntara a la sien, algo por dentro te avisa que no es real. Una buena conversación, en cambio, fluye naturalmente, como un baile del lenguaje; lleva tono, ritmo, intención. ¿Cómo saber si eres un buen oyente? Es fácil: si la gente disfruta conversando contigo, y si aprendes cuando conversas. Por eso, es bueno escuchar para comprender, no para responder.

En mi profunda obsesión al respecto, he encontrado tres razones básicas por las que la gente no escucha: 1. prefieren hablar, 2. se distraen, 3. no están interesadas. Los primeros en realidad intentan satisfacer algunas de sus carencias, como ser el foco de atención o controlar la conversación para evitar los temas que no les importan; los que se distraen casi siempre dejan de escuchar porque se pierden en sus propios pensamientos, derivados de lo que oyeron o no, o porque quieren decir algo y tras ensayar mentalmente lo que quieren decir, se cansan de esperar, se desenfocan de las palabras y se enfocan en los silencios para arrojar su respuesta en la primera oportunidad; y la gente del tercer grupo, los que no están interesados, no escuchan porque el tema o el orador no son de su agrado.

Yo creo que un buen oyente es alguien que escucha no sólo lo que dices, sino incluso la musicalidad de tu voz. Alguien que te observa la mirada, pero no fijamente, sino con expresión animada, que asiente o sonríe cuando aplica. Es alguien que te hace preguntas o repite al final algo que dijiste; te comunica lo que opina y te retroalimenta. Sus ojos y su cuerpo te miran, todo su lenguaje corporal te demuestra que tienes su atención completa y que comprende el mensaje que quieres transmitirle. A uno le hace bien confirmar si tu interlocutor continúa contigo en ese “baile” del lenguaje, o si ya se fue, o si sencillamente no sabe hacerlo; en suma, si sus neuronas espejo se prenden contigo. Esas cosas que exhortan la conversación hacen que quieras seguir bailando. Pero si mira la pantalla de su teléfono mientras le comunicas tu mensaje, esa persona da la impresión de no estar interesada. Baila a su propio ritmo. O si te interrumpe mientras hablas, es como si el otro bailara cuando te toca a ti; como si te dijera que no es tan importante lo que tienes que decir tú como lo que él o ella van a decir. Una interrupción es un disparo a quemarropa a tu argumento, un asesino del diálogo y del lenguaje. Después de que la persona expulse lo que parece su último enunciado, cabría esperar unos tres o cuatro segundos. Si nada ha agregado, es tu turno; sólo no juzgues, opina.

Si todos hiciéramos esto, tal vez el mundo del lenguaje estaría menos contaminado, con menos ruido; habría mayores probabilidades de que se dijeran cosas más profundas, sólo por haber sido mejor pensadas. Probablemente no sería todo perfecto —nunca lo es—; pero quizá habría menos malinterpretaciones, discusiones o falsos supuestos. Habría algo más de respeto, de empatía. Nos conoceríamos mejor. Y seguramente nos compartiríamos el deseo creciente de bailar todos juntos. Rebeldes o no, todo lo que queremos es sentirnos comprendidos y pasarla bien en este parpadeo de vida. Somos huesos y emociones unidos por la piel y la realidad.

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