A Galasy
Cuando era adolescente, con frecuencia escuchaba de mamá presagios que me incomodaban: ‟Esa amiga no te conviene”, ‟Fulanita no va a cumplir su promesa”, ‟El muchacho con quien saliste ayer no va a llamarte”… Pero sus advertencias no se limitaban a mis amistades, también solía decir cosas como: ‟Hoy mejor no salgas” o ‟Mañana vas a tener un mal día”.
Me veía llegar de la escuela y, antes de saludarme, adivinaba: ‟Tuviste examen y te fue mal, ¿verdad?” Regresaba de salir con un chico e intuía: ‟Ya tienes novio, ¿no es así?” Y una mañana vaticinó: ‟Prepárate, porque hoy esa compañera tuya va a jugarte chueco”. Mis respuestas, por supuesto, eran siempre retadoras: ‟Ni siquiera los conoces. Tú no sabes. Es mi vida y sé lo que hago. No me va a pasar nada…” Sin embargo, siempre que ella predecía algo, de alguna manera y muy poco tiempo después, se cumplía. A veces, antes de que mamá pudiera hablar, yo la interrumpía y le exigía que mejor se quedara callada porque me daba mala suerte. Imaginé que tenía algo de bruja, de adivina, o que los espíritus chocarreros la visitaban por las noches y le develaban el futuro. Ella —cariñosa como siempre— me explicaba que su intención no era molestarme, pero que no podía evitar escuchar a su sexto sentido.
Con el tiempo aprendí a vivir con ello e incluso le pedí que me enseñara a acceder a ese conocimiento oculto. ‟Todos —me explicaba— tenemos la capacidad de prever lo que puede ocurrir, aunque sólo algunos logran desarrollarla. Hay quien dice que esto se debe a una sensibilidad especial, a una conexión con un plano energético sutil donde el tiempo tiene una naturaleza distinta. No estoy segura de que funcione así —aclaró—, para mí el secreto radica en saber observar. La mirada, los gestos, la forma de caminar y hasta la manera de vestir de una persona te ayudarán a revelar no sólo su pensamiento, sino su proceder. Lo mismo pasa con los lugares y las situaciones: los olores, colores y sonidos pueden ayudarte a conocer lo que sucederá”.
Al llegar a la edad adulta, me olvidé un poco del tema, pero volví a interesarme en él cuando nació mi hijo. Con su llegada me hice aprensiva y nerviosa, pues no quería que nada malo le sucediera. En ocasiones, pasaba noches enteras en vela pensando que debía observarlo todo el tiempo: me daba miedo dejarlo solo en la habitación y que dejara de respirar. Inmersa en mi infierno, de pronto recordé los tiempos en que mamá pronosticaba mi futuro. Ella me había enseñado cómo, así que decidí poner en práctica sus consejos.
Lo primero era programarme a pensar positivo y decirme: ‟No existe nada malo en tu camino”. Después debía concentrarme y observar con atención para detectar factores de riesgo: agucé el olfato para determinar si el ambiente era el adecuado y, con delicados masajes, intentaba cerciorarme de que en mi pequeño no existiera ninguna señal de enfermedad. Día a día descubría nuevas sensaciones, imágenes distintas, percepciones inesperadas. Con la práctica, fui aprendiendo a dirigir mis habilidades con mayor eficacia y no sólo hacia mi hijo, sino también hacia otras situaciones que me preocupaban.
Me gustaba estudiar a las personas, observarlas discretamente y descubrir sutiles cambios en la mirada que reflejaban entusiasmo o congoja; ligeras variaciones en la entonación que me hablaban de ansiedad, agobio u optimismo. Hasta la postura del cuerpo era un indicador del temperamento, el ánimo o el carácter de quien estuviera conmigo. Podía adivinar lo que estaba pensando y lo que iba a decir. Agentes externos como la luz, la decoración, el olor y la temperatura de un lugar también arrojaban pistas útiles. Utilizando esta técnica, me divertía haciéndoles creer a mis amigos que podía leer la mente; en ocasiones, aderezaba mis consultas con historias sobre sueños y acontecimientos venideros, tanto positivos como negativos. A veces sonaba tan convincente, que empecé a sentir miedo de lo que decía.
Yo sabía que mis ‟poderes” se fundamentaban en habilidades que había desarrollado con la práctica: no había voces en mi cabeza ni personajes sobrenaturales que me visitaran para contarme sus secretos. Sin embargo, la situación comenzó a salir de mi control un día en que llegué a casa por la tarde y encontré a mi gatita blanca dormida plácidamente en su canasto. La acaricié, despertó, me lamió la mano y se quedó mirándome sin ronronear. Una extraña sensación que me recorrió los brazos me obligó a soltarla. Temerosa, me fui a la cocina a realizar mis quehaceres. Después de unos minutos, escuché un gran alboroto proveniente de afuera, me asomé por la ventana y alcancé a ver cómo un perro atacaba a mi gatita que, mientras yo me daba la vuelta, había decidido salir a pasear. Corrí a intentar salvarla, pero fue inútil: el can había terminado con su vida. Cuando me recuperé del susto, atribuí a la coincidencia mi presentimiento de la muerte del minino; no obstante, decidí sacarme de la cabeza la idea del sexto sentido.
Estaba convencida de que podría abandonar mis prácticas esotéricas en cualquier momento, hasta que una tarde fui a visitar a mi tía Lupe, quien se encontraba enferma. En su habitación, percibí un extraño olor parecido al sándalo. Hice un comentario sobre el perfume y ella contestó que no usaba ninguno. Al acercarme para saludarla, tomó mis manos, alzó la mirada hasta mis ojos y dijo: ‟Eres muy buena”. Me asaltó el mismo estremecimiento que había experimentado con mi gata. La solté inmediatamente y le pedí que no dijera tonterías. La visita continuó sin incidentes. Por la noche, le platiqué a mamá del presentimiento; opinó que me estaba obsesionando con aquel asunto de las premoniciones y me recomendó olvidarlo. Pese a sus palabras tranquilizadoras, entré en pánico y juré no volver a pensar en la precognición. Al día siguiente recibí la noticia de que mi tía Lupe había muerto.