Desde que el hombre tiene memoria, el vino ha sido uno de los jugos más preciados que ha podido obtener y disfrutar. Su capacidad de embriagarnos lo mismo nos dota de un estado de ánimo exaltado y festivo que de otro más melancólico por todo lo que añoramos. Por su profundo color rubí se le ha equiparado con la sangre; por ello, dentro de las culturas cristianas, simboliza nada menos que la sangre de Jesucristo vertida para el perdón de los pecados, y quienes asisten a misa toman y beben de ella en conmemoración del sacrificio del Redentor: así de importante es este jugo de uva fermentado.
Pero, ¿cómo es que un “fruto de la vid y del trabajo de los hombres” —como se reza en las eucaristías— se convierte en un producto inaccesible, fastuoso, hermético, exclusivo de unos cuantos paladares exigentes y de unos bolsillos pudientes? En las siguientes páginas, un servidor intentará demostrar que acercarse al vino es algo muy sencillo, si se tiene un poco de información.
Preliminares
Primero, las preguntas básicas: ¿Qué es el vino? ¿Quién lo inventó? ¿Cómo se obtiene? El vino es jugo de uva que se deja fermentar hasta que una porción de sus azúcares se conviertan en alcoholes y lo transformen en una bebida embriagante. Su origen no es claro, pero los historiadores están de acuerdo en que los primeros vinos deben de haberse producido, obvio, donde abundaban las uvas: en las costas del Mediterráneo. Las primeras crónicas del Egipto antiguo ya nos hablan de vino, lo mismo que el Antiguo Testamento y los vestigios de las civilizaciones fenicias, griegas y romanas.
La elaboración del vino es relativamente sencilla: a grandes rasgos, se cultiva un viñedo, se espera el momento justo de maduración de las uvas, se arrancan, se obtiene el mosto o jugo de ellas —ya sea pisándolas muy medievalmente o usando prensas, como las que empleaba Gutenberg antes de convertirse en impresor— que se deja fermentar —a veces, junto con los hollejos o cáscaras— en barricas hasta que está listo para embotellarse al vacío para evitar que se descomponga. Todos los vinos que conoces derivan de este método, y sus miles de variantes obedecen a los distintos tipos de uvas, a los métodos particulares de cada región, a las condiciones climáticas de cada cosecha, a la calidad de la madera de las barricas y a los distintos tiempos de maduración: ahí es donde radica el arte del vinicultor.
La etiqueta
Ahora bien, supongamos que ya sabes cómo se hace el vino, que quieres comprar uno y te encuentras ante el estante del supermercado con cientos de botellas frente a ti, sin tener la menor idea de cómo elegir una de ellas. No te alarmes: este embrollo se resuelve echándole una mirada a las etiquetas. En primer lugar, los vinos se dividen en tintos, blancos y rosados. A menudo los vinos tintos vienen de uvas moradas y los blancos, de uvas verdes, pero no siempre es así. El color morado o rubí del tinto se debe a la pigmentación de los hollejos de las uvas, así que el color rubí, rosado o ambarino del vino delata el tiempo que estuvo en contacto con los hollejos.
En segundo lugar, existen dos sistemas para clasificar los vinos: el europeo, por regiones, y el del resto del mundo, basado en uvas; así que los extraños nombres de las etiquetas te hablan de un lugar o de una uva. Los países europeos —Italia, Francia, Alemania y España, principalmente— consideran que cada una de sus regiones vinícolas cuenta con condiciones geoclimáticas particulares, una uva específica —o varias, según el caso—, un método de producción local y otros atributos que hacen que los vinos que ahí se producen puedan tener una Denominación de Origen (DO), la cual es una suerte de certificación de que el vino cumple con todas las características típicas de un vino de determinada región —typicité, le llaman los franceses. Hay cientos de DO, pero hay que mencionar: Chianti, Montepulciano y Barolo, en Italia; Bordeaux, Bourgogne, Côtes du Rhone, Chablis y Beaujolais, en Francia; Rheinhessen, en Alemania; La Rioja, Ribera del Duero y Penedés, en España.
Por otro lado, los vinos de Estados Unidos, México, Argentina, Chile, Sudáfrica, Australia y otros países, a pesar de provenir de regiones vinícolas tan buenas como las europeas, no se ciñen al sistema de Denominación de Origen y se denominan por el tipo de uva que los componen: por ejemplo, Cabernet Sauvignon, Merlot, Shiraz o Syrah, Malbec, Tempranillo o Pinot Noir, si es tinto; Chardonnay, Sauvignon Blanc, Pinot Gris o Grigio y Riesling, si es blanco.
Cada una de estas uvas cuenta con características particulares de sabor: en términos generales, Cabernet Sauvignon es una uva contundente, seca, astringente; Merlot es ligera, untuosa y con ciertos tintes ácidos o amargos; Shiraz es de un sabor redondo, abundante, ligeramente especiado o afrutado; Malbec es poderosa, rica y medianamente astringente, ideal para cortes de carne; Tempranillo se distingue por su acidez, y Pinot Noir es suave, tersa y compleja, como una mujer hermosa y enigmática. Por su lado, Chardonnay es una uva muy popular de acidez media, potente, aromática y ligeramente afrutada; Sauvignon Blanc es ligera, suave, muy afrutada; Pinot Gris es dulce, rica y compleja; y Riesling es una uva tenue, muy poco ácida. Pero no te fíes en lo que yo le digo: ve y prueba cuál es la impresión que cada uva te da y elige a tu preferida —o a tus preferidas porque, a diferencia de las mujeres, las uvas son generosas y no conocen de celos.
Descorche y cata
Finalmente, has llegado a casa con una botella bajo el brazo y estás dispuesto a realizar el ritual. Te felicito. Aquí unos cuantos consejos para poner en juego todos tus sentidos y obtener una experiencia más enriquecedora a partir de tu diálogo con el vino:
- Descorcha la botella con cuidado, pero con decisión, y disfruta el ¡pop! que hace el corcho al salir y romper el vacío de la botella. Observa el corcho, verifica que no esté agrietado o roto —esto provoca que entre aire a la botella y todo se arruine— y lee lo que el productor puso en él y que va dirigido a ti; huele el corcho y percibe las dulces notas de la uva, de los frutos rojos o las especias que se desprenden de él.
- En general, los vinos son como seres vivos y se benefician si se les deja “respirar” —es decir, entrar en contacto con el aire después de meses de vivir al vacío— por unos minutos. Si te gustan los juguetes y tu bolsillo puede afrontarlo, hazte de un decantador y ríndele los justos honores al señor vino antes de integrarlo a tus sistemas digestivo y nervioso.
- Ahora sí, sírvelo en una copa limpia y transparente. El primer examen lo realizan los ojos: alza la copa a contraluz y observa los tintes rojizos, rubíes, morados o violáceos que adquiere; balancéala un poco y toma nota de su viscosidad y de cómo parece adherirse a la copa.
- En seguida, viene la nariz. La mayor parte de los sabores que percibimos al beber un vino —y, en general, cualquier alimento— se obtienen del olfato y no del gusto. La mejor manera de olfatear un vino es girando la copa para agitar el vino y enseguida meter la nariz en la copa. Sí, leíste bien: mete la nariz a la copa, sin mojarla, pero bien adentro; prueba con aspiraciones profundas y con otras más cortas y repetidas. ¿Qué te recuerda: frutas, pimienta, chocolate, especias, cuero, tabaco, humo? No, no estás alucinando: todo eso vive ahí dentro.
- Ahora sí, dale el gusto a la boca: da un sorbo mediano, cuidando que toda la boca, la lengua, los labios, el paladar y hasta las encías se bañen en el vino. Mientras retienes el vino en la boca, aspira aire por la nariz: esto estimulará tu olfato y te permitirá percibirlo profundamente. Trágalo poco a poco y toma nota mental de todos los sabores que vienen hasta ti en los tres momentos: al sorber el vino, mientras está en la boca y cuando lo has tragado y esperas aquello que los entendidos llaman aftertaste o regusto. Evalúa la dulzura, el cuerpo, la acidez, la astringencia, los sabores, la complejidad y el equilibrio de todos estos factores en cada sorbo de vino. Un muy buen vino puede dejarle sabor hasta para uno o dos minutos.
- ¿Te gustó? ¡Felicidades! Ahora empieza a dialogar con tu vino y trata de entender su idioma: por ahí de la segunda copa te darás cuenta que las palabras no alcanzan para describir la riqueza y la fascinación contenida en esas uvas que un día ofrecieron gustosas su vida para transmitirte un mensaje. Y sólo tú sabrás cuál es. ¡Salud!…