Hace mucho tiempo, cuando el mundo era normal, tuve un gato. Rescatado de la calle, llegó a mi vida con la misión de domar a mi otro felino, la negrita. Al principio, ella estableció su dominio y la jerarquía de su mayor edad y tamaño; pero poco después él creció lo suficiente como para hacer valer sus meses de supervivencia callejera, se le impuso y hasta procrearon una camada.
Años duros y tiempos muy felices viví con él, que hasta terraza propia tenía, pero siempre añoró sus andanzas en libertad, pues varias veces tuve que recobrarlo de algunos acomedidos que, al verlo vagar confundido, lo daban por de la calle —de hecho, lo era— y lo “rescataban”. Y muchos eran los esfuerzos que tenía que hacer para mantenerlo dentro del departamento. Pero éramos felices.
Como les sucedió a muchos, algo en mí se quebró una tarde de septiembre de 2017. Y, después de una mudanza forzada, terminé viviendo en este lugar hermoso y soleado, merced a una multitud de ventanales por los que ya fue imposible contener al señor gordo, quien acabó mudándose al asilo de monjas detrás de la casa. Pero, con todo y lo hijo desobediente que es, viene a verme.
En esos días cuando, como un autómata, uno tenía que levantarse de madrugada para a esa hora bañarse, vestirse, arreglarse, tomar un transporte e ir a una oficina a hacer el trabajo que hoy perfectamente hacemos en nuestras casas, una de esas mañanas, volví a encontrarlo.
Lo veo en la oscuridad, con sus dos luces encendidas como faros. Mientras me preparo el primer café de la mañana, es como si estuviéramos tomándolo juntos.
—Buenos días. Te estaba esperando. ¿Dónde está mi hija?
—¡Buenos días! ¿Vas a venir a reclamar? Te dije que se la llevó ya-sabes-quién, pero esos gatos con los que siempre te peleas son sus hijos, nacieron aquí.
Me mira con sus ojos bizcos y me maúlla fuerte, como si siguiera reclamándome. Con un grito como de papá enojado, le recuerdo que él fue el que se quiso ir, y su siguiente maullido es como de contrariedad, como si quisiera decir “Ya vas a empezar otra vez con eso”. Mientras él se acomoda en el piso, abro las ventanas para ver los primeros rayos del sol tiñendo el horizonte de rojos, lilas y morados. Los primeros sorbos de mi café diluyen lo que quedaba de mis sueños nocturnos.
—¿Te acuerdas de cuando te escapaste, gordo, y tuve que ir a rescatarte a una veterinaria? ¡Ya hasta te habían cambiado el nombre! ¿Cómo te decían?
—Rayas. Y no, no me escapé; más bien no supe cómo volver al edificio.
—Siempre dices eso… pero acabaste yéndote.
—Sí, pero siempre acabo regresando, ¿o no? Y además, te veo muy contento con tus dos nuevos gatitos —dice, mientras se lame una de las patas delanteras con su lengua rosada y rasposa. Me doy cuenta de que alguien le curó la herida que ha tenido durante días en el cuello. Sin duda, tiene otra casa.
—Son tus nietos. ¡Son los hijos de tu hija, menso!
—¡No te entiendo! —Su semblante cambia, se yergue y se torna amenazador; su musculatura está más desarrollada y su aliento ya no huele a croquetas como los de mis gatos caseros, sino a sangre; se ha vuelto un depredador. Con un gesto y un chasquido de mis dedos, le recuerdo que conmigo no se puede poner así.
—¡Síguele y te corro, ca…!
Con la cabeza gacha, maúlla como pidiendo disculpas. Vuelve a tirarse en el piso y se estira invitándome a que lo acaricie. Me acerco con cuidado, le pongo la mano y la dejo que la huela antes de recorrer su lomo con mi palma. Veo que ya es un animal silvestre, un cazador, pero su mirada bizca y tierna permanece ahí, y es como si eso me hiciera caer a un pozo lleno de recuerdos.
Unos minutos después, se levanta y se encamina hacia la salida. Fiel a su costumbre de tantas veces, se apoya en la puerta, se estira hacia arriba y alza su garra como si quisiera hacer girar la perilla. Bien podría usar la misma ventana por donde entró, que siempre está abierta, pero quizá sea su forma de despedirse.
—¡Adiós! —le digo antes de que, como siempre, brinque a sus dominios sin voltear hacia atrás. Por alguna razón cada vez que lo veo irse siento que puede ser la última. Y se me nota en la mirada vidriosa.
—Luego regreso, no seas dramático.
—¿Por qué te tuviste que ir? ¿No sabes que los gatos callejeros viven muchos años menos que los caseros? Aquí estabas seguro, lo tenías todo —le reclamo, mientras limpio con la manga de mi sudadera la incipiente lágrima de la nostalgia.
Él se frena, voltea, desanda sus pasos y se restriega en la malla ciclónica de la barda; lo acaricio y su mirada fija, bizca y tierna, me da la respuesta.
—¿Qué elegirías tú: vivir los años que te toquen haciendo lo que quieres o vivir toda una vida sin poder salir? ¿O tengo que recordarte por qué despiertas solo?
Mi silencio le concede la razón. Después de todo, él me conoció todo y a todas. Lo veo darse la vuelta triunfante, saltar y desaparecer entre los árboles y los edificios que son ahora sus dominios. De vuelta en mi sala, tomo mi taza, me siento y, tras un largo suspiro que parece eterno, bebo de un golpe el café que me queda.