De Halloweens, Días de Muertos y tradiciones

De Halloweens, Días de Muertos y tradiciones
Francisco Masse

Francisco Masse

Inspiración

A finales del mes de octubre, la caída de las hojas y los vientos fríos —amén de los disfraces de calabaza y del Diablo, y las calaveras de cartón en las esquinas— anuncian la llegada de una de las fechas más emblemáticas de la tradición popular mexicana: el Día de Muertos. Y desde luego, son días de recordar a los que se fueron con la puesta del consabido altar o de la ofrenda de Muertos. Pero, a estas alturas del juego, ¿es ya el Halloween una de nuestras tradiciones?

Cuando uno es niño, la fecha que uno tiene en la mente es el 31 de octubre: los disfraces, las calabazas de plástico repletas de dulces, los juguetes con forma de fantasma o de bruja con luces y sonidos, y la decoración con motivos de gatos negros, lunas llenas y murciélagos en el cielo han llenado de ilusión a miles de pequeños que en esa Noche de Brujas salen a “pedir su calaverita”.

Para la gente mayor —que eran más del altar a la mexicana y que tomaban estos días como de recogimiento y no de fiesta— eso del Halloween era algo casi ajeno. Siendo ésta una tradición importada del norte y adoptada por los mexicanos debido a la influencia de décadas de cine, televisión y parafernalia, durante décadas se discutió la pertinencia de esta celebración tan pagana por parte de una sociedad tan católica como la mexicana.

...se discutió la pertinencia de esta celebración tan pagana...

No obstante, en años recientes los ojos de la omnipresente casa Disney y de las producciones hollywoodenses voltearon a ver nuestra tradición del Día de Muertos y la tocaron de un modo casi irreversible: junto a las calaveras de azúcar y los panes tradicionales, los personajes de Coco y el maquillaje al estilo de una película de James Bond ya forman parte del paisaje de estos días.

Así, en este año —el primero de una década indescriptible— casi podría decirse que las tradiciones mexicanas de antaño, ésas que heredamos de los abuelos, conviven felices lado a lado con las que nos trajeron el comercio y los medios, conformando un crisol de colores, figuras y hasta de olores en torno al recuerdo —o al miedo o la tristeza— que envuelve a los difuntos.

Pero este año, sospecho, muchas cosas serán distintas. En primer lugar, por motivos de salud y para que muchos no se conviertan en espectros reales, no habrá desfiles de carros alegóricos, de zombis ni de gente disfrazada. Seguramente tampoco habrá caravanas de niños pidiendo dulces. Y además, las miles de familias que este año perdieron a uno de sus miembros a manos del covid vivirán un Día de Muertos más doloroso, más sensible.

Las nuevas generaciones, quizá más cínicas —o con mayor autocompasión, quién sabe— que quienes ya arañamos el medio siglo, seguramente se burlarán de las fechas creando memes en los que las veladoras estén prendidas por “sus sueños e ilusiones” y donde las calaveras de azúcar tendrán un rótulo en la frente que dirá: “Mis planes para ser feliz en 2020”.

Pero quizá para muchos este 1 de noviembre será la primera ocasión en la que exista un motivo real y concreto —más allá de la tradición de los abuelos y de los padres— para recolectar fotografías, comprar velas y papel picado, y montar un altar para honrar a los que se fueron. Porque no es lo mismo ayudar a la abuela a rodear de veladoras el retrato del abuelo que nunca conociste, que hacerlo con la foto de la mamá que perdiste hace unos meses.

...montar un altar para honrar a los que se fueron...

En alguna ocasión la actriz Jane Fonda acotó que los padres son como una barrera entre nosotros y la muerte, y que, al morir ellos, nosotros pasamos a la primera fila. Y seguramente quienes hace poco vieron partir a un hermano, a un primo o a una tía querida en este año pérfido que sigue su curso, tendrán una lectura similar de esta aproximación, paso a pasito, a ese camino sin retorno.

Dicen los que saben que el primer ciclo de, llamémosle, “procesamiento” de la muerte de un ser muy cercano —ya sea la mamá, el tío, la hermana o, Dios no lo quiera, un hijo o una hija— ronda aproximadamente el año natural. Y es comprensible: ¿de qué otro modo, si no, va uno a empezar a aceptar que mamá no estará recibiendo nuestros regalos y abrazos esta Navidad, que este año no llorará al verse rodeada de sus nietos y nietas en Año Nuevo?

Ese es, tal vez, el simbolismo y el propósito de las fechas que se avecinan: una tregua que permite ese reencuentro imposible con las voces que hace mucho no escuchamos, con las miradas que hace años no se posan en nosotros, con las manos que no volveremos a estrechar y que, al menos por una noche, podemos volver a sentir si nos esforzamos un poco.

Por eso, este año yo —y seguro muchas personas más harán lo mismo— sí me disfrazaré y festejaré, pero también iré al mercado por calaveras de azúcar y comida de juguete, por velas y por panes de múltiples colores y formas, por inciensos y cempasúchiles; de las cajas en el fondo del clóset sacaré a mi abuelo cuando era joven, a la abuela con pelo negro, a la joven enfermera que me dio a luz, al tío paseador, a la tía bravucona y al amigo que me arrebató el mar.

Y ahí, todos juntos a la luz de las velas, trataré de olvidar por un rato mi habitual escepticismo y, más que la verdad… esta vez buscaré encontrar cierta paz.

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