“Van dos años que camina solo sobre la tierra. No hay teléfono, no hay piscina, no se permiten mascotas, sin cigarrillos. La libertad definitiva. Un extremista. Un viajero de lo estético cuyo hogar es el camino. Escapó de Atlanta. No has de volver, porque ‘el oeste es lo mejor’. Y ahora, después de dos años de caminata, llega la aventura final y más grande. La batalla culminante para matar al falso ser interno y llegar victoriosamente a la conclusión de la peregrinación espiritual. Días y noches de los trenes de mercancías y de autostop lo han llevado al Gran Norte Blanco. Ya no podrá ser envenenado por la civilización y caminará solo en la tierra para perderse en la Naturaleza“.
Alexander Supertramp, 1992.
Christopher McCandless, mejor conocido como Alexander Supertramp, era un joven recién graduado —algo que hizo para complacer a sus padres, pues creía que las carreras eran un invento ridículo—, quien decidió tomar unas cuantas pertenencias, romper sus tarjetas bancarias, donar sus ahorros a una asociación y marcharse sin decir nada. Durante su aventura cruzo el río Colorado en una canoa, y fue tractorista, curtidor y vendedor en una librería ambulante. En abril de 1992, se internó en el bosque de Alaska sin nada más que unos kilos de arroz, algunos libros, un rifle con municiones y un almanaque de plantas silvestres. Sobrevivió durante varios meses en un camión abandonado, pero murió por envenenamiento al confundir unas raíces a la hora del desayuno. Semanas después, dos excursionistas hallaron su cuerpo y un libro: Educación de un hombre errante; en la última página estaba escrita esta nota: “He tenido una vida feliz y doy gracias al Señor. Adiós. Bendiciones a todos”.
¿Por qué un chico de veinticuatro años decidió alejarse del mundo moderno? Jack London, en su libro El llamado de la selva, puede darnos una respuesta: “Surgen los ancestrales anhelos de la vida errante, rompiendo las cadenas de la costumbre; y entre la bruma de sueños seculares, se despierta feroz el atavismo”.
El hombre moderno odia lo vivo, lo biológico, lo natural. ¿Cuántas veces hemos limpiado el lodo de nuestros zapatos por miedo a ensuciar la alfombra? ¿Cuántas flores y frutas artificiales hay en nuestras casas? ¿Gel anti bacterial? ¿Repelente de moquitos? Podría continuar con una lista interminable de acciones humanas que más bien parecen la programación de un robot.
El filósofo John Zerzansostiene que la cultura nos ha llevado a traicionar nuestro espíritu al inducir tal grado de tristeza y ansiedad, que cada vez resulta más difícil determinar en qué situación nos encontramos. Queda muy poca humanidad en nosotros; nos hemos condenado al creer que la tecnología es sólo una herramienta más en el sistema, en lugar de asumir que voluntariamente nos hemos dejado domesticar al punto de que ya no podemos estar en soledad, sin computadoras, televisores o celulares… Zerzan llega a una conclusión: “La única forma de remediar este embrollo es cambiar de camino, bailar sobre los relojes, sobre los ordenadores, dejar a un lado todo aquello que nos degrada y volver a nuestro estado natural”.
Cada vez que el tema sale a colación en las charlas con amigos, me viene a la cabeza una frase del filósofo “Speed” Levitch. No la recuerdo de forma textual, pero la idea es la siguiente: “¿Cuánto aire acondicionado debo soportar? ¿Los sofás confortables, la televisión, la magnitud de la estática que nos rodea? ¿Por cuánta lucha, estrategia y evasión tendré que pasar para tener nuevamente la habilidad de sentir, de emocionarme por los simples momentos de pasión real, natural, humana?”
No sólo los filósofos han llegado a estas conclusiones —que a muchos podrán parecerles radicales—, varios artistas han expresado su preocupación por la crisis virtual. Jiddu Krishnamurti, famoso escritor hindú, decía que “No hay forma de seguir adelante por este camino, no hay manera de seguir obedeciendo las mismas normas, las mismas conductas, considerando la miseria, el conflicto, la brutalidad, la agresión del hombre contra el hombre y contra la Naturaleza. Necesitamos una revolución de la conciencia. No podemos manejarnos más con las mismas pautas con las que hemos construido esta sociedad, no bajo estos términos”.
Charles Bukowski, gran referente de muchos escritores contemporáneos, compartía el deseo de la destrucción de la civilización, el regreso a lo primitivo: “Nacimos en esto, caminamos y vivimos a través de esto, muriendo por esto, mutando por esto, silenciados a causa de esto, castrados, abusados, desheredados por esto”.
Hace tiempo me contaron una historia que me conmovió. Un niño pequeño estaba viendo por la ventana y brincaba y sonreía maravillado. Su madre se acercó para saber qué era lo que tenía a su hijo tan contento.
—¿Qué ves, hijo? —el pequeño señaló con el dedo hacia la ventana.
—Ah, es un pájaro.
El niño la miró fijamente.
—Sí, ése es un pájaro —repitió la madre, alejándose de allí.
El niño jamás volvió a emocionarse al ver los “pájaros”, puesto que ya sabía lo que eran.
Dicen que únicamente los pueblos civilizados tienen fantasías sobre el fin del mundo: películas, libros, documentales… las profecías nos bombardean por todos los frentes. Probablemente, en realidad deseemos que esto acabe.
No importa lo que los grandes pensadores y artistas contemporáneos piensen al respecto; inconscientemente, en lo profundo, quisiéramos volver a caminar sin grilletes sociales, sin fobia hacia lo latentemente vivo. No en vano el auge del neorruralismo y el primitivismo, en especial en Europa y ciertas partes de América del Norte y del Sur. Todos, en esta red de fractales, comenzamos a desear el regreso a lo primitivo.