Alfredo Quiñones Hinojosa nació en el seno de una familia humilde en Mexicali, México, y fue el mayor de seis hermanos. Desde muy temprana edad aprendió el valor del trabajo de manera directa y con el ejemplo de sus padres. A los cinco años comenzó a trabajar en la gasolinera de su papá, que era el principal sustento de la familia, ayudándolo después de la escuela y los fines de semana. Detrás de la gasolinera se encontraba su casa de adobe de dos habitaciones que, al anochecer, el calor asfixiante convertía en un horno, haciendo imposible el dormir. En aquellas noches en que el calor era insoportable, él y su familia optaban por dormir en el techo, donde Alfredo observaba las estrellas e imaginaba que algún día las visitaría a bordo de una nave como la USS Enterprise y tendría aventuras como las del capitán Kirk. “Si disparas alto y apuntas a una estrella, puede ser que le des”, solía decirle su abuelo.
Siendo un niño hiperactivo que trataba de emular las proezas de su héroe Kalimán, más temprano que tarde necesitó ser disciplinado, labor que recayó en su abuelo paterno, Tata Juan, quien se convirtió en su primer mentor. Su abuelo lo llevaba de viaje a las Montañas Rumorosas en la península de Baja California, donde subían la empinada pendiente rocosa, lejos del camino principal, con el fin de que aprendiera una lección que sería constante en su vida: “Alfredo, cuando puedas elegir, no vayas donde te lleva el camino. Ve donde no hay camino y deja huella”. Por otro lado, su abuela Nana María, una curandera y partera local, representaría para él su primer acercamiento a la medicina; de ella aprendería, en palabras del propio Alfredo, la lección más importante sobre tratamientos y el cuidado de los pacientes: “En todo momento, lo primero debe ser su vida y bienestar”.
Consciente de que la educación era el único medio para prosperar en la vida y ayudar a su familia, Alfredo puso gran dedicación en sus estudios, por lo cual consiguió graduarse con las mejores calificaciones y obtener una licencia de enseñanza de una universidad pública local cuando tenía sólo dieciocho años. A pesar de ello, no logró conseguir un trabajo en la ciudad debido a que los puestos como profesor eran otorgados de manera corrupta a otros menos calificados para éstos. En tal momento de su vida, Alfredo Quiñones Hinojosa, con la situación del país cada vez más difícil, al grado de que su padre tuvo que vender la gasolinera, se cuestionó sobre su porvenir y el de su familia. Fue entonces cuando decidió emigrar para buscar un mejor futuro.
En 1987, a los diecinueve años, Alfredo literalmente brincó la frontera entre México y los Estados Unidos. Ya en suelo estadounidense, sin dinero y sin saber hablar inglés, llegó a Fresno, California, donde, con la ayuda de unos familiares que residían allí, consiguió un trabajo de jornalero. Durante los siguientes dos años vivió en una pequeña casa rodante llena de goteras, que parchó con madera contrachapada, la cual le permitía estacionarse en cualquier lugar donde fuera contratado. Trabajó largas jornadas bajo soleadas, heladas, lluvias y viento, siempre dando su mejor esfuerzo, convirtiéndose en uno de esos héroes cotidianos que labran la tierra y recogen la cosecha.
Sin dejar de lado la idea de que la educación era la llave que le abriría la puerta a un porvenir más próspero, cierto día en el campo le dijo a su primo que quería ir a la escuela nocturna y aprender inglés para tener un mejor futuro, a lo que éste le contestó, riéndose: “¡Este es tu futuro! Mira dónde estás. Tú perteneces a este lugar. Siempre estarás en los campos. Nunca te irás. Pasarás el resto de tus días en los campos”. A pesar de que las palabras de su primo habían calado en su alma y en su corazón, Alfredo se negó a aceptarlas, así que ese mismo día dejó su trabajo como jornalero y se mudó nuevamente con su familia, que para entonces ya se había trasladado también a los Estados Unidos y vivía con otros parientes en Stockton, California.
Alfredo se inscribió en la Universidad San Joaquin Delta College; comenzó a aprender inglés y, para practicar sus habilidades, entró al grupo de debate, además de dar apoyo académico a otros estudiantes hispanos. Para pagar sus estudios, consiguió un trabajo paleando azufre en el puerto; aunque tiempo después su cuñado le consiguió un mejor empleo donde él y el padre de Alfredo laboraban como soldadores para una compañía ferrocarrilera.
Era el 14 de abril de 1989 cuando Alfredo, de tan sólo veintiún años de edad, cayó en un tanque de petróleo vacío de aproximadamente cinco metros de profundidad. Sobrevivió a la caída; pero cuando comenzó a escalar con una cuerda que le habían arrojado sus compañeros, el vapor del petróleo lo golpeó como un martillo, aturdiéndolo, causándole mareo y náuseas. Mientras subía, vio su vida pasar frente a sus ojos. Pese a ello, Alfredo continuó subiendo, dando su mayor esfuerzo. Finalmente vio la luz y tomó la mano de su compañero Pablo; pero sin energías y abatido por los gases tóxicos, cayó de nuevo al tanque, ante la mirada de su padre que, impotente, era detenido por los demás trabajadores para que no intentara ir a rescatarlo. Alfredo despertó en la unidad de cuidados intensivos de un hospital cercano; su cuñado Gustavo había logrado salvarlo en un heroico rescate en el que arriesgó su propia vida. Tiempo después, el médico en turno le diría que estuvo a dos minutos de morir.
Aquel accidente cambiaría la vida de Alfredo Quiñones Hinojosa: “Quienquiera que hubiera sido antes, intentando probarme a mí mismo por medio de cosas materiales para poder volver a casa como héroe conquistador, no existía más. Tenía que tomar un camino sin rumbo y ver hacia dónde me llevaba, utilizando niveles de energía sin precedentes para reinventarme, para llegar más lejos y con más pasión, para lograr ser quien era y convertirme en quien debía llegar a ser“.
A partir de aquel momento, Alfredo se levantaría todos los días a las seis de la mañana para hacer ejercicio, luego irse a la escuela —a la que llegaba antes de que comenzaran las clases para poder estudiar en la biblioteca— y después a trabajar. Dos años más tarde, recibiría una beca en la Universidad de Berkeley, en California, donde estudiaría psicología, y finalmente renunciaría a su trabajo de ferrocarrilero. En la universidad, Alfredo se esforzó por superar la barrera del idioma, que le dificultaba leer y escribir, para mantener un promedio alto y así conservar su beca. Indeciso aún sobre si estudiar derecho o medicina, recordó a su Nana María y la labor altruista que ella hacía en su natal Mexicali, lo cual lo inspiró a escoger la segunda.
Animado por un asesor del departamento de psicología, Joe Martínez, y asesorado por el director del Centro de Excelencia Hispano de UC Berkeley, Hugo Mora, envió una solicitud para estudiar en la Escuela de Medicina de Harvard, donde fue aceptado y nuevamente se ganó un lugar con esfuerzo, trabajo y dedicación. Alfredo se convirtió en un alumno distinguido, recibió una gran cantidad de honores académicos y obtuvo el respeto de sus compañeros, que en su mayoría provenían de familias adineradas o de generaciones de médicos, quienes en un principio hacían comentarios como: “Estás aquí sólo por lástima” o “Eres muy listo para ser mexicano”. Finalmente, se graduó con honores en la Escuela de Medicina de Harvard en 1999.
Ya siendo médico, pasó los siguientes seis años haciendo su internado, residencia y trabajo postdoctoral en la Universidad de California, en San Francisco. En aquellos años conoció la verdadera responsabilidad de tener una vida en sus manos y aprendió el dolor que conlleva perder a un paciente. Estas experiencias le permitieron no sólo convertirse en un destacado profesional, sino también en investigador, y concentrar sus esfuerzos en encontrar la cura para el cáncer. Fue en esa época cuando recibió el llamado para convertirse en neurocirujano: “No importa cuán diferentes seamos unos de otros. Negros, blancos, amarillos, judíos, cristianos, ricos, pobres, educados o no, nuestros cerebros son todos iguales, del mismo hermoso y noble color gris, de la misma forma y tamaño”.
El doctor Alfredo Quiñones Hinojosa labora desde 2005 en el Hospital Johns Hopkins como profesor y cirujano especializado en cáncer cerebral y tumores pituitarios. Además, dirige a un equipo de investigación para encontrar la cura para el cáncer, que ha logrado importantes avances; aunque reconoce que aún queda trabajo por hacer, espera hallarla algún día. Cuando no está trabajando, comparte la vida con su esposa Anna y sus tres hijos: David, Olivia y Gabbie.
Es difícil imaginar que aquellas manos que alguna vez trabajaron la tierra, ahora se dediquen a operar el órgano más importante de los seres humanos, el que nos hace únicos: el cerebro. Pero a veces la realidad supera la ficción y el doctor Alfredo Quiñones Hinojosa —también conocido como Dr. Q—es un ejemplo vivo de los inmigrantes latinoamericanos que no exigen respeto, sino que se lo ganan día a día. Su historia nos demuestra que, sin importar tu color de piel, raza, sexo, religión, economía, lenguaje o país, la voluntad sigue siendo la fuerza motriz más fuerte que hay, capaz de determinar nuestro destino.