El inolvidable ‘soundtrack’ de los domingos ochenteros

El inolvidable 'soundtrack' de los domingos ochenteros
Mad hi-Hatter

Mad hi-Hatter

Café sonoro

Hay cosas que no son como realmente son, sino como uno las recuerda. Y cuando uno vio las primeras luces del mundo en los años setenta, y vivió una niñez a veces atropellada y otras tremendamente disfrutable en la idealizada década de los ochenta, los recuerdos musicales pueden brotar de donde uno menos se lo espera.

Así le sucedió a este humilde sombrerero cuando, merced a una tía amorosa que los guardo durante más de veinticinco años, una noche de otoño recuperé mi añeja colección de viniles, y con ella heredé también los viejos discos de la casa de los abuelos: ésos que mi abuelo fue comprando de a poco y que ponía cuando se sentía melancólico, que mi abuela pedía cuando quería alegrar la comida familiar y que eran el marco perfecto para las ruidosas presencias de mis tíos y mis primos quienes, cada domingo, se daban cita en la casa del patriarca. O sea, de mi abuelo. Eran los años ochenta.

Una profunda emoción me invadió cuando corté con cúter las cintas adhesivas que sellaban el cofre del tesoro. Y a pesar de la cantidad de polvo que la cubría, ahí estaba, por ejemplo, la colección completa —tres pesados álbumes con tres discos LP cada uno, nada menos— de Juan Torres y su órgano melódico. Para quienes no lo conocieron, o no lo recuerdan, este músico mexicano amasó una fortuna interpretando cóvers de los éxitos instrumentales de décadas pasadas en un órgano electrónico Yamaha. También estaba un álbum de tres discos de Richard Claydermann, un rubio pianista francés que saltó de golpe a la fama con su interpretación de la melosísima “Balada para Adelina”. Estos discos eran la selección obligada para amenizar las reuniones en las tardes dominicales de las familias urbanas de clase media que ya habían superado las cumbias, los boleros y la música tropical de Rigo Tovar y su Costa Azul, uno de los músicos kitsch supuestamente “rescatados” por la comunidad hípster, cuya selección de grandes éxitos también se cuenta ahora entre mi repertorio musical.

Otro de los preciados LP que brotaron de la caja fue el Greatest Hits de Herp Alpert and the Tijuana Brass. Con una trayectoria previa en el jazz, el trompetista Alpert se juntó con otros músicos para interpretar una selección de piezas instrumentales provenientes del cine y la música popular de los años sesenta y setenta, pero con un toque latino; éxitos como “Spanish Flea” o “A Taste of Honey” son verdaderos clásicos de la época de oro del easy listening.

Y como uno también fue niño, y todos en la niñez hicimos o presenciamos cosas de las que nos avergonzamos el resto de la vida, en un rincón oscuro de la caja encontré los discos de Cepillín, ese tierno payasito que en realidad era un dentista —muy poco agraciado, por cierto— con la cara pintada, que fue un ídolo en la televisión vespertina y que también incursionó en la industria discográfica con temas como “En un bosque de la China”, “La gallina co-co-ua”, “La pelota vieja” que es rescatada por un marcianito de voz constipada o la hiperdramática “Un día con mamá”, en la que un niño huérfano le pide a su papá, con la mano en la cintura, que le deje morirse para ir con mamá. Y le llaman música infantil.

Y claro, también salieron mis discos de The Police, Iron Maiden, Quiet Riot, Twisted Sisters y la recopilación de Llena tu cabeza de rock —porque el Thriller, de Michael Jackson, alabado sea Vishnú, nunca lo compré—; pero el sabor de los domingos en familia, cuando los tíos cantaban las canciones de Rocío Dúrcal, mi mamá soñaba con Raphael, mi tía tenía impublicables fantasías con Camilo Sesto, con Laureano Brizuela y con Mijares —me imagino que uno a la vez—, y cuando el tiempo de espera antes de que mi abuela llamara a la mesa se llenaba con los sonidos de Los Indios Tabajaras, de Frank Pourcel y su orquesta, de Ray Conniff y la suya, y de los soundtracks de películas clásicas como Los cañones de Navarone, El bueno, el malo y el feo o El gran golpe, que mi mamá había ido a ver al cine con papá cuando ya estaba en trámites de concebirnos a mí y a mis hermanos… como dice el eslogan, no tiene precio.

Hasta el próximo Café sonoro

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