Seis cuarenta y cinco de la mañana, suena el despertador del celular. Me levanto, voy al baño primero y después a la cocina, y me hago un café expreso bien cargado para desperezar mis adormiladas neuronas. Prendo la computadora y, entre bostezos, leo mi lista de pendientes. Tras el primer par de sorbos al café—¡diantres, olvidé traerme el pan dulce!—, lo recuerdo: el encargo es escribir acerca de un estudio científico firmado por el doctor John Pasley —del departamento de física de la Universidad de York, en el Reino Unido— sobre el sonido que producen las estrellas.
El sonido que producen las estrellas. La frase retumba en mi cabeza mientras me termino de un trago el expreso y, de camino a la cocina por mi segunda dosis de la mañana, me pregunto cómo es eso posible, si uno de los primeros argumentos de los puristas para desacreditar películas de ciencia ficción como Star Wars, es que cuando las naves —o los planetas, para el caso es lo mismo; ¿dónde diantres dejé la cuchara del azúcar?— explotan, sería imposible escuchar la explosión pues el sonido no se propaga en el vacío del espacio.
Pero no debo dejarme llevar por mis prejuicios, habrá primero que leer qué dice el estudio y después sacar conjeturas. Ya con mi segunda demitasse en mano, vuelvo al escritorio y frente a la pantalla. Pero, volviendo a esto del sonido de las estrellas, ¿tendrá algo que ver con la idea pitagórica de la “armonía de las esferas” o la música que, según el genial griego, producían el Sol y los planetas al girar en sus órbitas perfectas? [1]
Pero bueno, esa idea ha sido más que desechada, pues en aquellos días no se conocía todo el Sistema Solar —y quizás ahora mismo exista un planeta cuya existencia ignoramos—, y hoy sabemos que sus órbitas no son perfectas y, ¡vaya!, que el sonido no se propaga en el vacío del espacio exterior. Pero leamos el estudio, no sin antes poner algo de space rock —otro tipo de música estelar— para ambientar adecuadamente la lectura.
Fiel a mi snobismo científico y a mi creciente desconfianza en lo que leo en internet por la abundancia de fake news, busco en la red la publicación original del paper [2] de la Universidad de York: en efecto, el 23 de marzo de 2015 la institución publicó que Pasley realizaba experimentos de hidrodinámica —el estudio de los fluidos en movimiento— y que, al arrojar un haz de láser ultraintenso en un plasma, como el que conforma una estrella, observó que éste fluía de las zonas de alta densidad a otras de menor concentración, generando pulsos de presión: una onda de sonido.
El asunto, aclara el estudio, es que este sonido es tan extraordinariamente agudo que ni siquiera los murciélagos o los delfines podrían registrarlo: su frecuencia es de un billón de hertz —el rango de frecuencias audibles para el oído humano oscila entre los 20 y los 20 mil hertz—, lo que equivale a ¡seis millones de veces más agudo que lo que puede oír un mamífero!
El doctor Pasley acotó: “Uno de los pocos sitios en la naturaleza donde creemos que este efecto podría producirse es en la superficie de las estrellas. Cuando éstas acumulan nuevo material, podrían generar sonido de modo muy similar al que observamos en el laboratorio, por lo que las estrellas podrían estar cantando, pero como el sonido no puede propagarse a través del vacío del espacio, nadie puede escucharlas”. ¿Ya ven cómo sí tenía razón?
Después de mi segunda taza de expreso y de la acelerada sinapsis que ésta trajo —cito a Balzac: “El café acaricia la boca y la garganta y pone todas las fuerzas en movimiento: las ideas se precipitan como batallones en un gran ejército de batalla…”—, recuerdo que en el Halloween de hace dos años la NASA publicó una compilación de lo que llamó “sonidos tétricos del universo”.
En esta recopilación, la agencia espacial dio a conocer cómo se oyen las emisiones de ondas de radio que producían, por ejemplo, el encuentro de la extinta sonda Juno al entrar en contacto con el campo magnético de Júpiter, las emisiones de radio de Saturno, las ondas de plasma o el cometa Tempel 1.
Todo esto me hace pensar en una conversación que tuve, a ya muy altas horas de la noche, acerca de cómo con frecuencia los humanos pensamos que aquello que no podemos ver, oír o sentir —ya sea con nuestros sentidos o con los instrumentos que hemos ideado para maginificarlos— simplemente no existe, cuando lo cierto es que nuestros organismos están adaptados para percibir exclusivamente un rango muy limitado de frecuencias terrestres.
O, como lo puso un amigo: nuestros cuerpos son como radios de transistores que sólo pueden sintonizar unas cuantas estaciones de amplitud modulada, cuando allá afuera el universo está lanzando todo el tiempo “programas de radio y TV” con música, sonidos, destellos, explosiones y una cantidad ingente de fenómenos de los que quizá jamás sabremos porque no están dentro del rango de lo perceptible para la sustancia orgánica que nos conforma.
El sonido de las estrellas. La frase vuelve a retumbar en mi cabeza pero ahora con un tono distinto. Cierro los ojos y evoco a Shakespeare, que puso en boca de Hamlet la siguiente sentencia: “Hay más cosas en el cielo y la Tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía”. Quizá Pitágoras supo algo que nosotros ignoramos y, en efecto, los planetas cantan y bailan, las estrellas hacen música y el universo completo es una orquesta y un ballet colosales en acción.
Eso o, simplemente, tomé demasiado café…
[1] Para saber un poco más sobre Pitágoras como padre de la música, muy pronto publicaremos un artículo al respecto.
[2] Así se conoce en inglés al estudio —normalmente, publicado en una revista o journal especializado— en el que un científico o un grupo de científicos dan fe de un descubrimiento, describiendo con detalle la metodología con la que llegaron a él y ofreciendo conclusiones que pueden ser rebatidas o confirmadas por otros científicos.