Historias que continúan después de la muerte

Historias que continúan después de la muerte
Alicia González Díaz

Alicia González Díaz

Relatos de la vida real

Desde que tengo memoria, perderla había sido mi miedo más grande. No podía imaginar lo que sentiría cuando llegara el momento de decirle adiós, así que intentaba mantener aquella idea enjaulada en lo más profundo de mi mente. Asumí que ella viviría tantos años como sus padres, que ahora también la extrañan. Nunca pensé que el día vendría tan pronto ni tampoco que, tras la muerte de mamá, su historia continuaría escribiéndose.

Debí haberlo sospechado aquella última noche. Los tíos, papá y yo formábamos un círculo alrededor de su cama en el hospital. La música de mi madre —que siempre había sido alegre y esperanzadora— había quedado reducida a los zumbidos espaciados que emitía una máquina. El paisaje de su vida se hacía cada vez más llano, hasta que sólo unas líneas rectas y luminosas quedaron en la pantalla. “Se fue. Mamá ya no existe”, me dije, pues creía que lo más probable era que la muerte significara el final de cualquier historia. Pero algo me hizo mirar a mi alrededor, extrañada: sentí que una fuerza invisible se elevaba y extendía por cada rincón de la habitación. “Es la tristeza que me hace imaginar cosas”, supuse entre lágrimas.

En los días siguientes y a pesar de mi escepticismo, comencé a platicar con mamá mentalmente, deseando que pudiera escucharme. Una semana después de su muerte, recorría los pasillos de una librería en busca de algún título que pudiera darme consuelo. “¿Puedes escucharme? Por favor, dame una señal”, le pedí con el pensamiento mientras mi mirada se paseaba por los tomos; enseguida, me detuve en un libro titulado Pregúntale a Alicia, que relata las vivencias de una chica adicta a las drogas. No fue el tema del libro lo que llamó mi atención, sino su título: Alicia era el nombre de mi madre y justo en el momento en que mis ojos se cruzaron con dicha obra, yo le había enviado una pregunta al “Más Allá”. No obstante, seguí con mi búsqueda pensando que aquello había sido sólo una coincidencia. A los pocos minutos tenía en mis manos las memorias de Elisabeth Kübler-Ross, la psiquiatra suiza que dedicó su vida a comprender la muerte y llegó a la conclusión de que ésta no existe, al menos no en el sentido aterrador que la cultura materialista le ha conferido. Decidí hacer una llamada antes de encaminarme a la caja para pagar. Saqué mi teléfono de la bolsa y me quedé sin habla, sintiendo cómo mis ojos se humedecían por la estupefacción: la pantalla del teléfono estaba iluminada y de él brotaba música, la música de violines y pájaros que reproducía para mamá cuando ella se encontraba en coma inducido. ¿Cómo había sido posible, si para acceder a mi colección de música era necesario introducir el código de seis dígitos del teléfono, seleccionar la aplicación, buscar al artista y luego oprimir un botón para escuchar la canción deseada?

El día que mamá cumplió seis meses de muerta lo pasé limpiando mi clóset, con la esperanza de que el orden del exterior se reflejara en mi interior. Dispuse en una repisa todos los objetos que ella me había regalado, incluyendo una serie de cinco muñequitas de cerámica que atesoro desde mi infancia. Las acomodé con sumo cuidado, asegurándome de que todas miraran hacia el frente. Satisfecha con el resultado, me preparé para irme a la cama. Tras lavarme los dientes, quise admirar una vez más la nueva apariencia del clóset y no pude dar crédito a mis ojos: una de las muñequitas había girado noventa grados y parecía señalar a su compañera del centro, esa del vestido azul resplandeciente que tenía la sonrisa más honesta de todas. “Sé feliz. Recuérdame con alegría”, imaginé diciendo a mamá.

Algo similar ocurrió el pasado Día de Muertos. Puse una ofrenda con flores, velas, fruta, papel picado y algunas de las cosas que más le gustaba comer a mamá. En el centro, coloqué una Catrina vestida de fiesta acompañada por el esqueleto de un simpático perro que representaba a Camila, la mejor amiga canina de mamá, que había partido poco antes que ella. A la mañana siguiente —el dos de noviembre—, me acerqué a la ofrenda para tomarle una fotografía y descubrí que la Catrina había girado noventa grados, como si intentara acariciar los huesos del can.

Poco antes de que esto sucediera, daba un paseo en el parque con mi perrita Valentina. Caminaba con la mirada fija en las copas de los árboles mientras recordaba la sonrisa de mamá. “Te extraño demasiado”, le dije con el pensamiento. Un par de minutos más tarde, vi a dos palomas blancas echadas en un arbusto, como si estuvieran tomando el sol. Su plumaje lucía tan limpio y esponjoso, que pensé que eran las palomas mensajeras de alguien. “¿Son suyas las palomas?”, le pregunté a un hombre que estaba sentado en una banca cercana. “No, ni siquiera las había visto. Están de película”, contestó él. Me acerqué para mirarlas y ellas se quedaron quietas. Seguí con mi camino pensando que era extraño ver palomas en ese lugar habitado por tortolitas y zanates. Por la tarde, volví al parque con Valentina y me sorprendió ver que las palomas siguieran allí, ahora guarecidas por la pared de la iglesia; a la mañana siguiente, al descubrir que no se habían movido y temiendo que estuvieran enfermas, llamé a un amigo que sabe mucho de animales para pedirle que les echara un vistazo a las palomas. Pero cuando llegamos al lugar, tan sólo una hora después, éstas habían desaparecido. Inmediatamente pensé que se trataba de otra de las señales de mamá…

Cuando le platico estas historias a papá, no puede evitar preguntarme: “¿Y por qué a mí no me sucede nada sobrenatural?” Pienso que se debe a que él siempre había creído en el Más Allá. Yo, en cambio, necesité música activada de forma misteriosa, objetos significativos que se movían sin razón aparente, dos palomas blancas y otras sincronicidades para creer en la posibilidad de que el espíritu de mamá había sobrevivido a la muerte física.

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