Me voy de ti con tus mismos alientos:
como humedad de tu cuerpo evaporo.
Me voy de ti con vigilia y con sueño,
y en tu recuerdo más fiel ya me borro.
Y en tu memoria me vuelvo como esos
que no nacieron ni en llanos ni en sotos.
“Ausencia”, Gabriela Mistral
Estoy aquí. De todas las mañanas de agosto estoy exactamente en esta. Estoy aquí, con las manos temblando y el corazón aturdiéndome. Cruzo la puerta del salón para adentrarme en una marea de rostros que poco me importan y en un molesto bullicio de historias de verano. Yo no recuerdo junio ni julio. Sólo existe este momento antes de que salga el sol en el primer día de quinto semestre de prepa.
Sin saludar a nadie voy hacia tu lugar. No hace falta mi voluntad ni mi dirección, mis pies saben llegar. Aprendieron, en los dos años anteriores, que cada día, cada mañana como esta, había que ir a tu lado. Conozco cómo llegar a ti, pero tú te me escapas. Después de tanto tiempo siento como si nunca me hubiera detenido a ver bien tu nariz, el contorno de tu cara. En la memoria de mi vista eres unos ojos negros tambaleando bajo el fleco, pero tengo otros fragmentos tuyos esparcidos para recordarte. Tengo tus inevitables siestas en la hora de matemáticas, tus saltos de vallas en educación física, tu tararear a cada rato y los estallidos de tu risa.
Tanto ha sido mi afán de no olvidarte que, ahora que estoy por verte, me resultas imprecisa. Camino ahora con miedo de toparme con una banca ocupada por una persona que nada tiene qué ver contigo o simplemente con nadie, encarar el vacío. Llegaría al límite de mis fuerzas si no estuvieras en este salón en este día. Pero así tiene que ser, aquí estarás.
En la esquina, en el último asiento, apartando el de enfrente para mí, estás tú. Ahí estás. Estás exactamente aquí, en la misma mañana de agosto que yo. Y realmente eres tú. Es como si nunca hubiera dudado sobre tu aspecto o tu personalidad, eres tú, la que me pedía que le pasara la tarea, la del cabello lacio, la que ganaba todas las competencias de atletismo, la de pecas, la que me hacía reír, mi mejor amiga. Me sonríes como si me fueras a contar algo graciosísimo. Quisiera escucharlo, pero prefiero interrumpirte, abrazarte como no lo hice antes.
Tú no me entiendes. No sabes lo que yo. El próximo verano te irás lejos y no volverás. Saldrás una noche y unas manos terribles te arrebatarán de nosotros. Aullaremos tu nombre en la oscuridad, en la procuraduría de justicia, marchando en las calles, en las pantallas en las que no me cansaré de compartir tu foto, de preguntar si alguien te ha visto.
Ahora te veo, con las puntas del cabello recién pintadas de azul y, mientras te sostengo, me dan escalofríos al pensar que alguien te ha tocado para lastimarte. No podemos saber dónde, en qué coordenadas de tu piel hay cicatrices o heridas de muerte, pues ni siquiera un cadáver nos han devuelto.
Pero ahora estamos aquí y estamos a tiempo. Quiero advertirte, pedirte que no salgas esa noche, darte la fecha y hora exacta para que esquives a tus captores. Quiero evitar tu estruendosa ausencia. Lo veo posible hasta que acaricias mi cabeza en el abrazo, como si adivinaras todo. Soy yo la que entiende. No estoy en esta mañana de agosto para comenzar el último año que nos queda juntas. Estoy en una madrugada cualquiera, soñando que el remedio es volver el tiempo y ahí, hallarte.