Hace un par de días me encontraba releyendo mi diario, costumbre que adopté desde hace años para ponerme al corriente conmigo misma, y me encontré con el irrisorio error de que la fecha estaba mal escrita. No sólo me sorprendió el hecho de darme cuenta de que llevaba tres meses viviendo en el pasado, sino también comprender que este encierro interminable ha comenzado a tergiversar mi percepción del tiempo.
Entre estas cuatro paredes que se me antojan demasiado estrechas, en los rincones de la casa que había vuelto a redescubrir, me pierdo de nuevo y me siento asfixiada. El tiempo se detiene, se alarga hasta lo inimaginable, y me encuentro mirando el reloj como si con ese simple acto pudiera confirmar que los segundos siguen su ritmo acelerado y perpetuo. Hoy comprendo que la que se ha pausado soy yo. Llevo en pausa desde aquel marzo del 2020 en que inició este encierro.
Si el tiempo es una invención del ser humano, en teoría se podría moldear a nuestro antojo, así que en lugar de corregir la fecha del diario, continúo escribiéndola de forma errónea, como si se tratara de un minúsculo acto de rebeldía. Con esta idea en la cabeza, me dirijo a la biblioteca, la única habitación de la casa que me ha permitido escapar del confinamiento, y me dejo envolver por la exquisita prosa de Haruki Murakami, quien me lleva a un Japón contemporáneo y a otro en plena Segunda Guerra Mundial.
Por simple costumbre, vuelvo a comprobar la hora y el hechizo de la lectura se rompe. Aunque una se ponga en huelga con el tiempo, éste no perdona. Los pendientes comienzan a rondar por mi cabeza y tengo que apresurarme a darle de comer a Kvothe —se pronuncia Kot—, mi compañero de confinamiento y mi fiel aliado en las noches de insomnio.
II
Kvothe se llama así por el personaje principal de Patrick Rothfuss en El nombre del viento. A muchas personas les parece un nombre extraño, pero a mí me encanta; creo que mi amigo le hace honor a su nombre que, de acuerdo con el autor, quiere decir: ‘el sabio’. Kvothe me observa con sus ojos azules, con una parsimonia tal que me pone en mi eje al instante. Mira con atención cómo vacío las croquetas en su plato y, automáticamente, su cola comienza a mecerse de un lado a otro. A Kvothe no le gusta comer solo, así que tengo que esperar a que su plato esté vacío. Mientras aguardo, un sentimiento angustiante comienza a escalar por la boca de mi estómago. Desconozco de dónde proviene, pero la tristeza me inunda al ver a ese ser peludo que me acompaña a todas partes con sus aullidos de lobo. Kvothe golpea el recipiente vacío con una pata para exigir más alimento.
¿Qué haría yo sin Kvothe? No logro sacudirme el pensamiento de la cabeza. Quizá se deba a que estoy inmersa en tantos horrores y malas noticias, pero el simple hecho de imaginar que un día me falte, me hace recordar la efervescencia de la vida. Hago las cuentas y sus seis años de edad me parecen demasiados. El hecho de cambiar la fecha de un diario no le resta horas al reloj, ni detiene el transcurso natural de la vida.
Me pregunto qué tanto habrá cambiado a Kvothe el estar encerrado. Los largos paseos por la calle quedaron suspendidos de forma indefinida y nos hemos tenido que acostumbrar a respirar el aire fresco del balcón. No todo ha sido malo, creo que ambos nos hemos vuelto una extensión del otro. Nos seguimos los pasos de cerca por todas las habitaciones de la casa; incluso a la hora de siesta nuestras respiraciones danzan en un mismo compás. Si este confinamiento llegara a su fin el día de mañana, no sabría quién echaría más de menos al otro.
III
Me pongo a corregir los textos que he escrito en la semana; estoy tan concentrada en mi trabajo que me paso olímpicamente la hora de la comida, y cuando me doy cuenta ya son más de las cinco. Reviso los últimos correos electrónicos del día y me encuentro con un anuncio de adopciones. Otro perrito en la casa suena tentador. Tal vez a Kvothe le vendría bien un alma joven que le hiciera compañía; bueno, a él y a mí.
Recorro la estancia con la mirada y, en mi imaginación, veo a un perro corriendo de un lado a otro. La imagen me calienta un poco el corazón y, paso seguido, revivo todos los momentos que Kvothe y yo ya hemos sobrellevado. Muebles mordisqueados, pipí en cada esquina. La imagen de un nuevo integrante en la casa se comienza a difuminar. Tal vez Kvothe y yo estamos bien así, por el tiempo que nos quede juntos.
IV
Mientras disfruto de los últimos rayos del sol que se cuelan entre las cortinas de la sala, Kvothe se recuesta a mis pies y me dedica una mirada que de pronto me parece demasiado humana. Los ojos hablan. Lo acaricio justo detrás de las orejas y ese simple acto me trae de vuelta al presente. Me logro quitar las telarañas de la mente, que no hacen más que recolectar las preocupaciones de los días que aún no llegan. No se puede detener el tiempo, pero tampoco se puede vivir en lo que ya fue ni en lo que no ha sido.
Tomo el diario que he dejado olvidado en el comedor y comienzo a cambiar las fechas. Si alguien llegara a leer esto, no me gustaría que pensara que me he saltado un año de mi vida, así que decido comenzar a vivir el 2021.
De pronto, ya no me siento en pausa. Estas son las pequeñas batallas que se ganan en una pandemia, cuando se está de este lado de la trinchera.