Hace años me puse a pensar qué sucedería si, de pronto, la humanidad entera perdiera la vista. Sin duda ésta sería una tragedia dantesca y en los primeros años recordaríamos con pesar lo hermoso que era ver, contemplar un paisaje y los múltiples colores de un atardecer. Sin embargo, es probable que llegaría un momento en el que todos nos adaptaríamos a esa condición y continuaríamos con nuestras vidas; así, al paso de los siglos, la gente olvidaría eso que hoy llamamos “vista” y quienes nacieron ciegos serían incrédulos o negarían por completo su existencia, afirmando que eso de “la visión” no era más que un mito, una creencia o una superstición de la gente del pasado.
Ahora imaginemos que, en este mundo imaginario que sugiero, naciera alguien con el don de la vista. De seguro, ese capricho de la naturaleza causaría una revuelta en la que unos, “los místicos”, dirían que es un milagro, un enviado del Cielo, un profeta o incluso un dios; por otro lado “los incrédulos”, tal vez instalados en el poder, declararían que “el afortunado vidente” es un fraude o un ardid de quienes desean destruir el orden establecido, por lo que quizá lo desaparecerían… o asesinarían.
Ahora, a partir de este pequeño ejercicio, hagamos algunas preguntas: ¿qué pasaría si tuviéramos más sentidos de los que damos por ciertos? ¿O si existieran personas con la capacidad de percibir el mundo de formas distintas al resto? Tal vez pienses que esto es absurdo, pero te aseguro que no es producto de mi imaginación, pues los científicos saben, por ejemplo, que existen criaturas que tienen un rango de percepción mucho más agudo que el humano y son capaces de ver en lo que nosotros consideraríamos una oscuridad completa.
De hecho, quizá te sorprenda saber que la oscuridad absoluta no existe en la Tierra y que los humanos percibimos una ausencia total de luz debido a un defecto evolutivo que nos impide captar todo el espectro de la luz solar. Los gatos, bien lo sabemos, tienen una vista mucho más aguda que la nuestra y por eso los egipcios se convencieron de que ellos podían ver otras realidades y hasta moverse entre planos vedados para nuestra burda condición —el escritor Neil Gaiman explotó este mito de modo fascinante en su novela Coraline, recomendada ampliamente por quien esto escribe.
Toda esta reflexión viene a cuento por una experiencia que deseo relatar y que a la fecha me sigue intrigando, pues estoy seguro de que fue resultado de eso que llamamos “intuición” o, más bien, “sexto sentido”. Aclaro: soy una persona que cree en milagros y vive una fe cimentada en la realidad de lo intangible, pero en pocas ocasiones he vivido en carne propia eventos más allá de la compresión. Esta fue una de esas veces.
Un domingo, cuando yo tenía unos dieciocho años, desperté con una certeza que aún no puedo explicar, germinada en no sé qué. Sabía que era necesario que me alistara y que fuera a Coyoacán —un barrio de la Ciudad de México— a buscar a alguien que ahí me estaría esperando. Así, tomé el transporte público, llegué a Coyoacán y me senté a esperar. Pasarían unos quince minutos antes de que se me acercara un hombre de unos treinta años, alto, rubio, barbado y de apariencia desaliñada. Me dijo algo en inentendible español y luego, al mirar mi expresión atónita, me preguntó si hablaba inglés. Le dije que sí y él, en la lengua de Shakespeare, me contó que venía de Copenhague, que su esposa había sufrido un accidente y que estaba juntando dinero para regresar a su país. Con mucha vergüenza le confesé que había salido de mi casa apenas con lo justo para regresar, por lo que no podía ayudarlo. Como respuesta, el hombre palmeó mi hombro con sincera comprensión y me dijo que me entendía, que no me preocupara.
Mientras el danés se alejaba, me asaltó una marejada de agrios reproches: ¿cómo era posible que recibiera una misión clara y simple, y que yo no hubiera sido capaz de completarla? ¿Por qué no había llevado unas monedas para así cumplir con mi “buena obra del día”? Me torturaba de este modo cuando, de pronto y sin pensamientos de por medio, los dedos de mi mano derecha hurgaron el bolsillo oculto del pantalón donde uno guarda cosas pequeñas… ¡como la inesperada moneda de diez pesos que encontré!
El danés, que se había alejado una docena de pasos y estaba a punto de cruzar la calle, me escuchó llamarlo, se detuvo y volvió su cara hacia mí. Fue entonces cuando el motivo del universo para toda esa cruzada quedó claro: un automóvil que venía a toda velocidad en esa calle se impactó con violencia contra el vehículo que tenía enfrente, de modo que si el danés no se hubiera detenido en ese momento a atender mi llamado, habría muerto prensado.
Mientras el hombre estupefacto regresaba a agradecerme por el impensado rescate, quise imaginar todas las consecuencias que había desatado —y las otras tantas que extinguí— al haber escuchado y atendido esa extraña voz en mi interior, esa especie de llamado que me despertó esa mañana. El brillante psicólogo Carl Gustav Jung decía que “la intuición es la inteligencia del inconsciente”; y yo, después de aquel día en Coyoacán, aprendí su verdadero significado: dar el paso correcto por encima de la lógica.