Una de las criaturas más aterradoras que ha creado la imaginación humana es el Cancerbero: en la mitología griega, esta monstruosa bestia de tres cabezas y con una serpiente en lugar de cola era el perro guardián de Hades, el dios del inframundo, y su misión era impedir que los muertos abandonaran ese lugar de suplicios y que los vivos ingresaran a él. Sólo un mortal logró sortear su vigilancia infranqueable con un recurso insospechado: cuando buscaba a Eurídice, su esposa muerta, Orfeo[1] descendió a ese triste páramo y con su lira tocó tan hermosa música que el Cancerbero se apaciguó y terminó durmiéndose…
Al leer la trágica historia de Orfeo y Eurídice, y de cómo éste se valió de su lira para que una bestia inconmovible cabeceara —¡y por partida triple!— hasta dormirse, uno no puede evitar preguntarse a qué obedecen las cualidades somníferas de la música y cuál es la relación entre las melodías musicales con una mejor conciliación del sueño, a tal grado que existen “canciones de cuna” para amodorrar a los bebés y niños pequeños, cuyo llanto nocturno es fuente de jaquecas para los padres… y para cualquier otra persona que se halle cerca.
Mirando hacia atrás en el tiempo, veremos que las primeras músicas para dormir de las que tenemos conocimiento fueron los cantos de las madres babilónicas, pues en 2013 un grupo de arqueólogos halló en el actual territorio iraquí una tablilla donde, en escritura cuneiforme, está plasmada la primera canción de cuna registrada en la historia; cabe decir que su letra es poco tranquilizante, pues le dice al pequeño que con su llanto ha despertado a los dioses y que, si no se calla, un demonio lo devorará. No sabemos si con ella la desesperada mujer lograba su cometido o si empeoraba el asunto causándole pesadillas al vástago.
Pero no hay que escandalizarnos tanto: muchos recordamos con claridad que desde muy pequeños nuestras mamás o abuelas nos cantaban aquello de: “Duérmete niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá” —y luego nos preguntamos por qué de adultos tenemos que abusar de los ansiolíticos—; pero para contrarrestar esa terrorífica amenaza estaba la canción de cuna de la señora Santa Ana —abuela del niño Jesús—, a quien se le preguntaba por qué llora el niño y resultaba que era por una manzana que se le había perdido, y la conclusión era que había que ir al huerto para cortar dos: una para el niño y una para vos.
Según se lee en algunas fuentes, las canciones de cuna —o lullabies en inglés—han acompañado a la humanidad desde que llevamos la cuenta de los días. Usualmente se trata de melodías pacíficas y monótonas que se cantan mientras se arrulla o se mece al bebé, y que tienen un efecto sedante pues, según estudios científicos al respecto, reducen la frecuencia cardiaca y respiratoria del infante. Algunos estudiosos hablan de un “efecto hipnótico” debido a la repetición de sílabas, que incluso pueden ser ininteligibles, y en un estudio publicado por la Universidad de Oxford se afirma que las canciones de cuna incluso son capaces de acelerar el desarrollo de los bebés prematuros.
Pasando a la belleza de la música clásica, veremos que en ella hay ejemplos excelsos de canciones de cuna o berceuses, como elegantemente se les llama en francés: la más célebre, sin duda, la debemos al alemán Johannes Brahms —de quien se dice que tenía dificultad para dormir debido a la apnea del sueño— y se llama Wiegenlied (1868), que ha sido interpretada hasta la saciedad pero cumple cabalmente su propósito. También está la Berceuse para piano de Federico Chopin y otras piezas escritas por Maurice Ravel e Igor Stravinsky.
En esta década, quienes sufrimos de insomnio debido al estrés, a la adicción a las pantallas, al exceso de cafeína o a las tres tragedias juntas, recurrimos a acomedidas playlists para dormir en plataformas de streaming como Spotify. Y vaya que funcionan, pues en muchas de estas listas los tracks son tan tediosos y similares entre sí que uno no tiene más remedio que caer dormido, más por aburrimiento y por hartazgo que por la “profunda relajación” que prometen.
En México, las canciones de cuna están profundamente ligadas a la tradición española y al rito católico de arrullar al niño Jesús en Nochebuena antes de depositarlo en el pesebre, mientras se canta: “A la rorro, niño, a la rorro ya; duérmase, mi niño, duérmaseme ya”. Los científicos dicen que hacer dormir a un niño mientras se le canta fortalece su vínculo emocional con la madre… o con la persona que lo arrulla, pues en el caso de este humilde sombrerero dicha melodía está tan profundamente grabada en sus surcos neuronales que empezó a sonar de forma involuntaria en su memoria —quizá para consolarlo— el día que dio el último adiós a la amorosa tía que lo arrullaba con ella.
Hasta el próximo Café sonoro…
[1] El talento de este personaje fue una herencia afortunada, pues era hijo del dios Apolo, patrono de las artes, y de Calíope, musa de la poesía épica.