Irene Patricia Lozano Cárdenas
Jill Bolte Taylor nació el 4 de mayo de 1959 en Kentucky, Estados Unidos. Estudió neuroanatomía en la Universidad de Indiana, y actualmente es también escritora y oradora motivacional. En 2008, la revista Time la incluyó dentro de su lista de las cien personas más influyentes del mundo. Su fama se detonó después de que, en una conferencia de TED, la científica aplicara sus conocimientos en neurociencias al estudio de un evento que cambió su vida: un derrame cerebral.
El derrame sucedió la mañana del 10 de diciembre de 1996. Comenzó con un dolor agudo detrás de su ojo izquierdo y, cuatro horas más tarde, presentaba una disminución considerable de sus habilidades cognitivas. Toda capacidad para procesar información desapareció; las habilidades aritméticas se esfumaron, y, desde luego, sus capacidades lingüísticas recibieron un golpe importante. Desde fuera, el suceso podría parecer trágico, desastroso, incluso doloroso. Sin embargo, desde dentro —es decir, desde el punto de vista de la propia Jill— fue maravillosamente extraordinario.
La neurocientífica cuenta que después del derrame la invadió una paz trans-humana. El sufrimiento pareció desvanecerse como si fuera simplemente otro tipo de información que ya no podía procesarse. Esta paz se debía, sobre todo, a que cuando se apagó su hemisferio izquierdo, aquél que alberga al lenguaje, sobrevino un silencio total. En efecto, sin un soporte físico para las capacidades lingüísticas, el “yo” enunciativo desapareció y, con él, toda posibilidad de interpelar o ser interpelada.
El cuerpo funciona como un todo que no se reduce a la suma de sus partes, pues las relaciones entre esas partes son de suma importancia. La vida mental es parte del cuerpo porque encuentra su soporte en la constitución física, material, del cuerpo mismo. Así, sin un “yo” que enuncia, Jill perdió también un “yo” corpóreo; al perder su centro enunciativo, el cuerpo de Jill perdió la noción de su cuerpo como unidad y, de este modo, la materia que alguna vez fuera reconocida como el cuerpo de Jill se confundió con el continuo indiferenciado de un mundo meramente físico.
Entonces, es importante preguntarnos: ¿qué implica tener un cuerpo sin límites? O quizá, ¿qué implica no tener cuerpo? Sabemos bien que todo organismo necesita límites; de hecho, la importancia de las membranas tanto en el mundo biológico como en el cultural —desde la membrana plasmática de una célula hasta la frontera entre dos países— es incontrovertible. Es en el límite donde se construyen las nociones de “adentro” y “afuera”, de “yo” y “los otros”; y, con base en ellas, surgen espacios habitables y navegables. Es el límite del cuerpo lo que nos permite ordenar el mundo, y este es el punto crucial: para Jill, la desaparición de esta frontera entre ella y el mundo la hizo volverse parte de él. Según sus propias palabras, “experimentó el Nirvana”.
Para 2004, Jill había logrado recuperarse. Actualmente imparte conferencias, escribe libros y continúa involucrada en el mundo de la ciencia. Pero, más allá de apreciar su caso como evidencia científica de la plasticidad del cerebro, sus palabras nos invitan a recapacitar sobre nuestra forma de percibir la vida y sobre cómo transcurrimos en ella.
Todos los días nos movemos en un océano de información: a cada instante captamos volúmenes impresionantes de datos sensoriales. Todos esos datos son procesados por nuestro sistema nervioso. En nuestro cerebro se alojan todas las estructuras físicas que procesan y ordenan esa información. De la organización de todas estas estructuras y procesos, nuestra mente puede emerger; ella no es reducible a las partes físicas, pero tampoco es independiente de ellas; requiere sus interacciones y su coordinación en un todo que se determina por las relaciones entre los elementos que lo componen. Pero es a nivel de la mente que la información sensorial es dotada de sentido. Y he aquí que encontramos una primera organización lógica —en un sentido amplio del término—; una diferenciación de hechos significativos.
Esa lógica primigenia es la base para una lógica lingüística, y para las “lógicas” que rigen otros procesos cognitivos superiores. En este nivel, los procesos gobernados por nuestro hemisferio izquierdo pueden establecer límites demasiado rígidos para la actividad de nuestro hemisferio derecho, el que alberga nuestro temperamento artístico, nuestro potencial creativo, y el que nos permite ir hacia contenidos mentales con delimitaciones más borrosas —Jill asegura, por ejemplo, que el hemisferio derecho percibe un flujo temporal que es siempre un “ahora”, es el hemisferio izquierdo el que impone divisiones a ese flujo.
Las charlas de Jill nos invitan a explorar todo el potencial de nuestra mente, aprovechando la plasticidad de nuestro cerebro, a no apoyarnos tanto en nuestro hemisferio izquierdo-lógico, e incluso, a aprender a silenciar la mente.
Generalmente buscamos afuera la ampliación de nuestras capacidades, pero quizá la solución se encuentre dentro. Nuestro cerebro posee facultades inimaginables, me parece que es tiempo de despertarlas.