La Cazadora de Astros

La Cazadora de Astros

Remedios Varo: Cazadora de Astros, 1956 (detalle) [1

Carla María Durán Ugalde

Carla María Durán Ugalde

Ficciones

Mamá era un animal extraño. Dormía de día. Sólo en la penumbra de su recámara sus ojos salvajes y adormilados eran hermosos.

No me daba miedo. Cuando el sol se ponía, ella se levantaba y me preparaba para la noche. Tarareaba mientras calentaba el agua de la bañera y me arrullaba con esencia de lavanda en mis sienes. No hablaba, sólo sus manos me mimaban y me aseguraban su amor. Quería quedarme despierta y acompañarla en su desvelo, pero el sueño me apresaba y no conseguía hacerlo ni por un cuarto de hora.

Soñaba con ella. Andábamos juntas por un campo de altos pastos y a nuestro paso las luciérnagas salían volando. Mamá, bajo la luz de la Luna, era una reina y yo, una sombra. Nos deteníamos frente a un bosque. Yo quería seguir caminando, pero mamá se detenía. Sobre las copas de los árboles se asomaba la aurora.

Tuve el mismo sueño cada noche por años. Durante el día, pensar en él era lo único que me aliviaba de la casa fría y vacía.

Crecí un poco y dejé de soñar; dormía en completa oscuridad, mientras mamá pasaba la noche fuera de la cama. Aunque comenzaba a ser demasiado grande como para que mamá me preparara el agua tibia para el baño y me cepillara los cabellos, no dejó de hacerlo. Era nuestro ritual, nuestros minutos compartidos; en silencio, pero juntas. De otra forma, no hubiera soportado que ya no se quedaba conmigo en mis sueños.

Creo que fue después de mi primer sangrado que comenzaron las pesadillas. Hubiera preferido no soñar. Caminaba con mamá por el borde de un acantilado. Comenzaba a escucharse barrunto de tormenta, pero repentinamente salía el sol. Entonces mamá se dejaba caer y yo tras ella. Otras veces estábamos en la pradera de antes, pero las luciérnagas lo incendiaban todo. En muchas ocasiones me soñé sola en un bosque oscuro; aunque escuchaba el tarareo de mamá en la distancia, no conseguía acercarme a ella. Conforme iba amaneciendo, sentía mi angustia crecer y corría en círculos hasta que encontraba a mamá ahogada en un lago.

Despertaba con el corazón agitado. Me quedaba en la cama escuchando el murmullo de mamá deambulando por la casa. El horror del sueño me dejaba con el cuerpo tan tenso que no podía pararme. Por cómo escuchaba a mamá moverse, imaginaba adónde se dirigía en la casa, pero no me explicaba qué estaría haciendo. No era como cuando me ayudaba a prepararme para dormir, entonces tenía sentido lo que hacía. Ahora la escuchaba salir de su cuarto y volver a entrar a él al menos cinco veces seguidas, abrir y cerrar ventanas, forcejar con las perillas de las puertas sin tener verdadera intención de abrirlas.

Una noche, después de una pesadilla, oí cristal rompiéndose en la cocina. El estruendo se alzó tanto que me obligó a salir de la cama. Me asomé desde el marco de la puerta y vi a mamá sobre una silla, sacando vasos y copas de los estantes y dejándolos caer.

“Será un buen señuelo para Procyon, creerá que es una amiga y bajará en picada, bajará en picada, bajará, bajará… Incendiará todo, no se me negará”. Decía mamá. Nunca antes la había escuchado hablar sin canturrear. Tuve miedo. Me alejé y volví a mi recámara, aunque no pude dormir.

La noche siguiente, después de que mamá me arropó, no conseguía conciliar el sueño. Con los ojos cerrados, me movía de un lado a otro en la cama. Mamá, con los ojos abiertos, se movía de un lado al otro por la casa. Yo dormitaba cuando la oí llorar en la sala.

En la oscuridad, mamá derramaba copiosas lágrimas y suspiros desesperanzados. Me acerqué a ella, quería consolarla. Iba a tocar su hombro cuando alzó la vista, pero no me miró; fue como si viera a través de mí. “Y es que nunca he atrapado ni una”. Sus palabras me regresaron a la cama. Tampoco pude dormir, su dolor me hería.

La tercera noche la escuché gritando en el jardín. Me levanté y vi sobre la mesa de la cocina un vaso con agua helada y un botecito de pastillas. La encontré descalza, saltando con una red para atrapar mariposas. Algo brillaba sobre el pasto, eran pedacitos de cristal, los pies de mamá estaban sangrando. Ella soltaba alaridos de desesperación, no de dolor. Esta vez me decidí y fui hacia ella, la tomé por el brazo. La hice acompañarme a su cama.

Se recostó y limpié con gazas sus plantas. Volvió a llorar como la noche anterior, esta vez con la cara hundida en la almohada. Me acosté a su lado y acaricié su cabeza. Ella me miró con el brillo de sus ojos indómitos. “Yo me quedaré en la noche e iré hacia las estrellas, pero tú debes ir hacia la mañana”. Me lo dijo sosteniendo mi cara. Apacigüé sus temores y canté su arrullo. Dormimos una al lado de la otra.

Esa noche tuve mi sueño de infancia. Caminábamos felices en nuestro campo de luciérnagas, que brillaban como nunca antes. Al llegar al bosque, mamá besó mi frente y yo me adentré en él. Al salir, descubrí el sol. Yo dejé de ser sombra. Bajo su luz estaba el resto del mundo extendido en mil caminos.

Después de esa noche, mamá no despertó.

Yo volví a dormir por las noches. O casi todas las noches. Algunas salgo al jardín para consolarme de su ausencia y la veo atrapando a la mismísima Luna en una jaula.

Cierre artículo

[1] Tomada de Revista Grada.

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