
Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música;
pero sobre todo quien no encuentra ninguna gracia en sí mismo.
Pablo Neruda
El psicólogo social y filósofo humanista Erich Fromm denominó Homo consumens al tipo de persona que sufre de un mal colectivo: la constante urgencia por consumir. En nuestra sociedad occidental posmoderna, consumimos todo lo que nos cruza frente a los ojos. Alcohol, drogas, tabaco, cine, televisión, música, libros, información, sexo, arte: todo se ha convertido en artículo de consumo. Según Fromm, detrás de este éxtasis consumista yace un vacío interno, una incapacidad de pensar por uno mismo y de ser fiel a la propia naturaleza, que se ve traicionada por la necesidad del individuo de complacer a los demás. “Complazco; luego, existo” podría ser el postulado existencial de este Homo consumens.
Complacer y otras necesidades
Abraham Maslow, otro reconocido psicólogo, propuso en su conocida teoría de la motivación una jerarquía de cinco necesidades innatas que activan y dirigen el comportamiento humano. Estas son: supervivencia, seguridad, pertenencia, estima y autorrealización. Una vez cubiertas las necesidades básicas que respaldan nuestra supervivencia, desde la infancia aprendemos que obedecer las exigencias de nuestra familia y comunidad nos garantiza seguridad y aceptación. Por eso pensamos que desobedecer amenaza nuestra supervivencia.
Por otro lado, el sentido de pertenencia a nuestro clan —la familia, el grupo de trabajo, los compañeros del salón, la sociedad en su conjunto— parece ser una de las columnas que sostienen nuestra autoestima. Agradar a los que amamos, cubrir sus expectativas y sentir que somos importantes en su vida nos da valor y sentido. Si por alguna circunstancia nos atrevemos a cuestionar o a rebelarnos contra alguno de los preceptos sociales establecidos, contemplamos la posibilidad de ser arrojados a una especie de exilio, a la soledad, a una marginación en la que no tendremos acceso al “país de las maravillas” donde todos viven felices y seguros. Sentirnos útiles y aceptados resulta fundamental para dar con nuestro propio valor; por ello es que, en ocasiones, llegamos a pensar que el no ser rechazados es un sinónimo del amor y, para conseguirlo, estamos dispuestos a despojarnos de la primera y única libertad: nuestra esencia o individualidad.
Mi historia personal
Siempre fui rebelde y recuerdo que desde muy pequeña me sentí la “oveja negra” de mi familia. Tanto en casa como en la escuela, pasé largas horas castigada porque me negaba a obedecer cuando creía injusta la orden, y era capaz de llegar hasta las últimas consecuencias para que quedara bien clara mi inconformidad. Como último recurso, mi familia me internó con las monjas de un convento, para que desde ese lugar santo “el Diablo abandonara mi alma”. Afortunadamente, no tuvieron éxito. Yo tenía sólo siete años.
El destino también hizo lo suyo. Mi manada primaria fue desapareciendo: la muerte los alcanzó prematuramente y yo me sentí en una isla fría, alejada del fuego familiar y sin sentido de pertenencia. Después de algunos inviernos en ese sitio, pensé que había que emigrar hacia tierras más calientes, donde la sociedad ofrece su cobijo. Así lo hice pero, al llegar a sus fronteras, los de adentro me propusieron un desventajoso trueque: a cambio de complacer a todo el mundo sin cuestionar mis propias acciones ni las de los demás, recibiría la seguridad y el sentido de pertenencia que andaba buscando. Di la media vuelta y llegué al lugar desde el que hoy escribo.
Tengo un espíritu libre y nada dócil, lo admito. Por eso intento sembrar pequeñas dosis de rebeldía y desobediencia en quienes acuden a mí, incitándolos a romper el hielo solidificado por años de obediencia, hasta confirmar que lo que hacen es exactamente lo que desean hacer. Para ello, es necesario pasar por el filtro de la duda: “Esto que el mundo requiere y espera de mí, ¿expresa lo que realmente soy y lo que quiero hacer?” Y, ya en ese empeño, también es recomendable tener una idea clara de quién es uno verdaderamente. La respuesta a esta interrogante no es fácil, lo sé, pero el sólo formular la pregunta hace la primera incisión.
Desobedecer y decir “no”
“Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, de errar y de pecar”, sugiere Erich Fromm en uno de sus ensayos sobre la desobediencia, y también añade: “¿Por qué el deseo de agradar es más potente que el de desobedecer?” Y una respuesta es la que ya se dijo líneas arriba: el ser humano, para experimentar su humanidad, necesita sentirse amado, acompañado, reconocido y aceptado por su entorno; para obtener esa satisfacción, muchas veces está dispuesto a cumplir cualquier cosa que se le pida. Al parecer, en ese estado de comodidad se quedan las personas que carecen del valor para arriesgarse a encontrar su auténtico lugar en la vida, ya que esto implica separarse de muchas estructuras que les dan seguridad.
La necesidad de complacer puede tener consecuencias altamente nocivas, pues crea una fuerte dependencia hacia el entorno, en el que el bienestar del individuo siempre estará condicionado a factores externos: cuando algo vaya mal, el otro será culpable, pero cuando vaya bien, la dicha no será por méritos propios.
Al ser indiferentes a nuestra esencia es como si nos fuéramos congelando, y esa frialdad es el beso de la muerte a nuestro impulso creador, y una negación a vivir nuestra vida —que es propia y única— en sintonía con el ritmo de la existencia, con lo que es natural, auténtico, sin simulacros. Una sugerencia para abandonar esta necesidad de complacer es comenzar a atrevernos a decir “No” siempre que en verdad no deseemos hacer algo. Con el tiempo descubriremos lo que sí queremos hacer y se irá desvelando el misterio de nuestra verdadera identidad.
La otredad es importante para evolucionar, pero no toda otredad es buena para todos: hay que presentarse ante el otro desde la postura de lo que realmente somos y no a partir de lo que debemos ser para ser aceptados o de lo que creemos que se nos demanda ser. Antes de experimentar la pertenencia, debemos descubrirnos a nosotros mismos y así encontrar nuestro verdadero lugar en esta breve existencia.
Si has vivido intentando encajar en algún molde, sin éxito, créeme que la suerte está contigo. Quizá sientas que eres un exiliado, pero has protegido tu alma. Sentir el rechazo, al principio, es doloroso; pero cruzar ese umbral y lograr ser y hacer lo que quieras sin importar la opinión de los otros, forjará tu carácter. Vale la pena correr el riesgo. El carbón debe ser sometido a grandes presiones en la oscuridad total para que el diamante salga a la luz. Como dijo San Juan de la Cruz: “En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, ¡oh, dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”
