La omnipresente —y reprobable— cafetera de cápsulas

La omnipresente —y reprobable— cafetera de cápsulas
Francisco Masse

Francisco Masse

Inventos

Amo el café. Su color, su textura, su sabor y su aroma, el cual disfruto aspirando largo y profundo como un adicto incluso directamente de la bolsa, cuando lo compro recién molido. Y aunque con frecuencia voy a una cafetería a que me atienda un buen barista, mi ritual para empezar con propiedad el día es hacerme mi propio café en la máquina que tengo en casa. Por eso, quizás, es que veo con tanto desdén a las casi omnipresentes cafeteras de cápsula, esas que con elegir un color y oprimir un botón preparan el café por ti.

La afición cafetera comenzó en mis años como editor de medios impresos, cuando los exprés dobles —o espressos, como les pusieron los italianos— me permitían permanecer despabilado y con los ojos abiertos durante las noches, en especial cuando cerraba la edición diaria de un periódico de circulación nacional. Trabajando ahí fue que supe por primera vez del terrible impacto ecológico de las cápsulas de café. Pero veamos primero quién fue el de la “genial” idea.

Preparación de café con el métido de vertido/goteo.

Investigando, uno encuentra que la fechoría se le achaca a dos posibles culpables: uno es canadiense, John Sylvan, quien mientras trabajaba en la empresa Keurig, durante la década de 1990 dio con la idea de crear cafés a partir de una cápsula plástica para los oficinistas como él, que todos los días tiraban miles de vasos de la conocida cafetería de la sirena —por cierto, en una entrevista a un periódico de su país en 2015, Sylvan dijo estar arrepentido de sus k-pods.

El otro personaje es suizo y, sin duda, es más famoso: se llama Eric Favre, un ingeniero que trabajaba en la fábrica de café soluble más conocida del mundo y que, en 1976, inventó la primera máquina de café de cápsulas de aluminio de un solo uso. Hoy es presidente de Monodor, una empresa que fabrica cápsulas que ya no son de aluminio y, supuestamente, son reciclables y más amables con el medio ambiente. Y ya que llegamos a ese punto, el del impacto ecológico, mencionaré el argumento principal que hace a esta invención tan cuestionable.

'Pods' de café hechos con aluminio.

Dado el éxito comercial de estas máquinas de café —tan sólo en 2018 se vendieron 20.7 millones—, la cantidad de cápsulas que terminan en la basura es estratosférica: en todo el mundo, cada minuto 39 mil recipientes terminan en el cesto de la basura; o sea que al día se desechan más de 56 millones de pods, sumando 20 mil 500 millones al año, suficientes para dar diez vueltas a la Tierra si se formaran uno tras otro. ¿Ves por qué digo que son reprobables?

Además de la catástrofe ecológica, esta invención —que es muy práctica, nadie lo niega— es un reflejo de la cultura de estos tiempos: acelerada, artificial, desechable, siempre en busca de la inmediatez, del placer obtenido con simplemente pulsar un botón. Quiero pensar que aún hay gente como yo que, así como practica el yoga o el mindfulness para aquietar la mente, o halla placer en el cultivo de un jardín o huerto casero, toma un café como un acto meditativo, un placer inspirador, un diálogo con uno mismo y con un regalo de la Tierra; no como un neurótico shot de cafeína y azúcar para salir corriendo a la prisa cotidiana.

Hace poco, mientras curioseaba en las máquinas de exprés de una conocida tienda departamental, el amable promotor se me acercó para intentar venderme una. “Muele el café, lo pone en el filtro, lo compacta ella misma y puede preparar más de veinte bebidas preestablecidas”, me dijo. “Oye, pero a mí me gusta hacer mi propio café, ¿no tienes una manual?”, le cuestioné. “La verdad, no. Pero ésta le ayuda cuando no tiene tiempo de compactar; en la mañana, por ejemplo”, replicó.

Le agradecí por su tiempo y salí de ahí sin comprar nada, pensando que si cada mañana no tienes treinta segundos —que es el tiempo que te toma— para poner tú mismo el café en el filtro y apachurrarlo, no necesitas una cafetera: lo que necesitas es reevaluar tu vida…

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