Las redes sociales, ¿están destruyendo la sociedad?

Las redes sociales, ¿están destruyendo la sociedad?
Francisco Masse

Francisco Masse

El 11 de diciembre de 2017, en los medios especializados en tecnología y vida digital circuló una noticia que encendió varias alarmas entre quienes vivimos, reportamos y analizamos lo que sucede en las redes sociales: en un evento en la Harvard Business School —la escuela de negocios de Harvard—, un antiguo ejecutivo de Facebook aseguró sentir una gran culpa por haber colaborado en el proyecto de la red social más grande del mundo, pues ésta “está destruyendo el tejido social y el modo en que funciona nuestra sociedad”.

El hombre que hizo esta tremenda declaración se llama Chamath Palihapitiya, es de origen indio, y trabajó en Facebook como vicepresidente de desarrollo de usuarios de 2007 a 2011, cuando dejó su puesto en el gigante tecnológico. Su voz crítica se ha unido a la de otros analistas, ejecutivos y programadores que han expresado su preocupación por el giro y la influencia social que han adquirido redes sociales como Facebook y Twitter, principalmente. Entre los argumentos que enlistó Palihapitiya están los “círculos viciosos de corto plazo, impulsados por la dopamina”, que se refieren a las siniestramente diseñadas y adictivas interacciones digitales en las que los corazones, los pulgares arriba y los anhelados likes contribuyen a la liberación del neurotrasmisor responsable, entre otras funciones, del humor y de los mecanismos de motivación y recompensa.

Chamath Palihapitiya

También mencionó que la interacción digital entre usuarios está reduciendo la generación de discursos civiles y la cooperación entre individuos; además, las redes son el caldo de cultivo idóneo para la propagación de rumores, desinformación y noticias falsas —que el execrable mandatario estadounidense ha popularizado con el término fake news. El ex ejecutivo narró una experiencia en la India en la que una serie de mensajes con noticias falsas que se propagaron a través de WhatsApp llevó al linchamiento de siete personas inocentes. “A eso nos estamos enfrentando”, añadió Palihapitiya en su conferencia. “E imagínense llevar eso a un extremo en el que un grupo de malos actores puede manipular a grandes cantidades de gente y llevarlos a hacer lo que se les antoje“, concluyó el ejecutivo, seguramente haciendo alusión al personaje salido de la televisión que ahora despacha asuntos nacionales en la Casa Blanca. Pero lo más preocupante es que el problema no se limita a asuntos como las elecciones de los Estados Unidos o los bots rusos: se trata de un asunto de alcance mundial.

¿Realmente el asunto es tan grave?

Si alguien me lo preguntara directamente, sin pensarlo dos veces le diría que sí. Y para justificar mi respuesta tengo varios argumentos. El primero es que a diario somos testigos de cómo las noticias más populares son las que se viralizan a través de las redes sociales —y, a veces, también a través de servicios de mensajería instantánea como WhatsApp—, y de que la mayoría de éstas no son noticias en sí, sino “notas virales” que tienen que ver con a) una noticia espectacular pero falsa, b) un rumor catastrófico o indignante, también falso, c) un escándalo o un chisme vulgar de alguna celebridad, actriz o actor medianamente famoso, d) una foto o video de una actriz o modelo, desnuda o semidesnuda, compartida en redes sociales como Instagram, o e) un video cómico, violento o con contenido erótico que solamente sirve para alimentar el morbo de quien lo ve. A esto se refiere Palihapitiya cuando habla de mentiras y de desinformación. Ahora imaginemos a millones de personas compartiendo sin pensar las mismas mentiras y los mismos rumores, contagiándose mutuamente de su propia ignorancia, como si ésta fuera causada por un virus terrible e incurable.

Por otro lado, está la cuestión de la disputa entre la razón y la popularidad: en estos días en los que los medios digitales se han convertido en el principal escaparate para vender productos, servicios, ideas y hasta personas, no importa si lo que dices tiene sentido o no, si es moral o amoral, si es coherente o ilógico, o si cuenta con elementos que lo sostengan o si es algo que alguien se sacó de la manga; lo único que importa ahora es qué tan popular es, a cuánta gente puede influir y si un número suficiente de personas se lo cree. Vivimos en la era de la “post-verdad” en la que los “hechos alternativos” pueden vencer a los hechos reales y comprobables, siempre y cuando aquéllos reúnan los suficientes likes y shares. Por esa razón, me parece, fue posible que llegara a la silla presidencial del país vecino un hombre sin más mérito que el de haber heredado una gran fortuna, que es racista, ignorante, narcisista, mentiroso compulsivo, acosador confeso y, al parecer, hasta corrupto y coludido con “los malos”: su popularidad en Twitter —y, al parecer, una “manita” de parte de sus camaradas rusos— hizo posible que su manipulador discurso de odio llegara a millones de estadounidenses blancos resentidos de ultraderecha, y éstos lo llevaron a la Casa Blanca con su voto. Y a ver cómo nos va en 2018.

En otros asuntos, que son igual de preocupantes, está la falta de participación social, la apatía y la depresión que las redes sociales están generando entre la población, sobre todo entre los más jóvenes. A cada tanto, un estudio médico o psicológico de alguna universidad advierte sobre los riesgos de permitir que los menores de edad se hagan adictos a Facebook, a tuitear o a los chats en Snapchat, y de los nocivos efectos que estas prácticas tienen cuando se tornan compulsivas. Pareciera que las “amistades digitales” están tomando el lugar de las amistades reales, y lo mismo sucede con la familia, pues a menudo —como me sucede a mí— nos contentamos con saludar al hermano o hermana a través de una ventana de chat, preguntarle cómo está y mandar o recibir una foto, en lugar de tomar el auto o un transporte para visitarlo, estrechar su mano, darle un abrazo y establecer algo de contacto humano. Y lo mismo pasa con el llamado “ciberactivismo”, en el que las personas, desde la comodidad de su Facebook, se muestran indignadas por las injusticias del mundo y por los atropellos y despojos de los poderosos en contra de los más vulnerables, y lo expresan con un enérgico y vigoroso clic, o con una contestataria firma digital en una petición de change.org; lejos quedaron los días de la discusión, de las ideas, de la movilización social y de la argumentación: gracias a las redes sociales —o, más bien, al uso que les damos día con día—, hoy el meme y la ocurrencia son más poderosos que las ideas, pues se popularizan tan fácilmente que resultan incontenibles y aplastantes. Si no me creen, pregúntenle a cualquier influencer.

¿Qué se puede hacer? ¿A dónde nos llevará todo esto? Es difícil precisarlo. Al final, las redes sociales son simulaciones electrónicas que nos hacen creer que son reales, y están diseñadas para hacernos adictos a ellas explotando nuestras debilidades y pulsiones. Palihapitiya nos urge a tomar un “largo descanso” de Facebook y dice que sus hijos tienen prohibido usar “esa mierda”. Quizá sea un buen principio. De mi lado, puedo decir que mi estrategia de resistencia es sembrar, regar y cultivar lo que llamo “amistades análogas”, en lugar de amistades digitales. Pero, como decía el comercial… eso es otra historia.

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