En el virreinato, nuestro país fue escenario de acontecimientos políticos como guerras y tratados que le dieron forma, pero también estaba el día a día de la gente común, que muchas veces se manifestaba a través de sus leyendas con tintes sobrenaturales o de amores no correspondidos; historias que hoy nos llegan de boca de nuestros abuelos, vecinos o algún guía de turistas.
Rodeados de la arquitectura colonial de nuestras ciudades y del sabroso toque del pasado, recorramos algunos lugares y leyendas del México colonial.
El Rosario de las Ánimas
Durante la colonia, la iglesia de Santa Catarina marcaba el límite norte de la Ciudad de México. En ese templo, que algún tiempo albergó la imagen de la Guadalupana y fue un recinto de gran santidad, se llevaban a cabo importantes celebraciones religiosas. A ese sitio sagrado solía acudir un sacerdote de gran fortaleza espiritual que gustaba orar de noche y en absoluta soledad.
Dicho religioso era muy querido en la comunidad, pues tenía una auténtica vocación de servicio: no desperdiciaba oportunidad para ayudar a quien lo necesitara, alimentaba a los pobres, cuidaba a los enfermos y repartía bendiciones. Pero también despertaba curiosidad, pues todas las noches salía de su casa: algunos lo habían visto alejarse de la ciudad camino hacia el norte y otros aseguraban haberlo visto entrar en la iglesia de Santa Catarina y no salir hasta el amanecer.
Por ello, un licenciado de apellido Simbrón y el regidor Salcedo se pusieron de acuerdo para dar fin al enigma. Fueron a la iglesia de Santa Catarina antes de que cerrara y se escondieron en un confesionario para espiar al sacerdote y saber qué era lo que hacía allí. Aguardaron largas horas y, a las doce de la noche, oyeron que se abría la puerta: era el padre, quien entró al templo y se dirigió al altar.
Allí, encendió las cuatro velas, saco su rosario del bolsillo y comenzó a rezar. Al poco tiempo, Simbrón y Salcedo comenzaron a escuchar voces que parecían responder las oraciones del padre: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…”, rezaba el padre, y el murmullo respondía cada vez más alto y más nítido: “Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos santos, amén”.
Desde su escondite, los espías vieron a varias personas traslúcidas sentadas en las bancas y contestando al rosario del padre. El horror les impedía gritar, pero cuando vieron a Cristo, la Virgen y a los santos bajar del altar, Simbrón no se pudo contener más. Al ver al licenciado y al regidor helados de miedo, el religioso interrumpió el rosario y los encaminó a sus casas. Cuenta la leyenda que, por haber visto lo que no debían, ambos murieron del susto a los pocos días.
Don Bartolo
En la ciudad de Querétaro, en una vieja casona de la calle Pasteur, la gente afirma que de noche se oyen tenebrosos ruidos, risas macabras, rasguños en las puertas y desgarradores lamentos que la distinguen de cualquier otra morada colonial. En esa casa vivía un hombre tan temido como respetado: Don Bartolo.
Don Bartolo era un avaro prestamista que se había hecho rico cobrando altos intereses y que gustaba de ostentar su fortuna en fiestas para la alta sociedad. A pesar de ello, la gente murmuraba acerca de sus abusivos negocios y sobre la estrecha relación que tenía con su hermana: vivía con ella, ninguno de los dos se había casado y ni siquiera se fomentaban pretendientes.
Don Bartolo cumplía años el 20 de mayo, fecha que se esperaba con ansias pues el prestamista se esmeraba en dar la mejor fiesta. Y todos los años, a la medianoche, interrumpía el baile y el jolgorio para pronunciar el mismo brindis: “Brindo por doña Ana, mi hermana, y por el 20 de mayo de 1701”. Sus invitados alzaban las copas y, aunque todos se preguntaban el porqué de la enigmática fecha, nadie se atrevía a hacer comentario alguno.
Llegó el año de 1701 y el cumpleaños de Don Bartolo levantó más expectativas que nunca, pues era la fecha por la que cada año había estado brindando. Así, la fiesta transcurrió como todos los años, con música, comida y bebida, pero se esperaba alguna noticia o sorpresa; a la medianoche, el prestamista pronunció el mismo brindis y eso fue todo; los invitados, decepcionados, se fueron a sus casas en la madrugada, al terminar la fiesta.
Pero, antes de que saliera el sol, un fuerte estruendo se escuchó en la casa de la calle Pasteur. Los vecinos llamaron a la puerta ofreciendo auxilio a doña Ana y a don Bartolo, pero nadie respondió. Entraron a la fuerza y encontraron a la señora colgada en su alcoba y a Don Bartolo calcinado contra las vigas del techo.
La gente afirma que Don Bartolo hizo un pacto con el Diablo para asegurar su fortuna o para tener una relación prohibida con su hermana. Sea como sea, se dice que la casa sigue estando maldita hasta hoy.
La Cañada de las Vírgenes
Cerca de Uruapan, en la sierra michoacana, se cuentan historias en torno a una hermosa cañada en la que, según la gente, hace muchos siglos los mexicas hacían sacrificios humanos. A la orilla del río había tres grandes rocas que, de acuerdo con la leyenda, servían para sacar el corazón a doncellas que eran ofrecidas a los dioses. La gente contaba que las almas de las mujeres sacrificadas estaban atrapadas ahí y que ahogaban a quienes nadaban en las aguas de ese río.
Un día, el señor Carlos Labastida fue enviado por el virrey a revisar la zona en busca de cultivos de tabaco, que estaban prohibidos en esa época. Anduvo por la sierra con su comitiva y su hijo Ignacio, hasta que llegó a la dichosa cañada. Como hacía mucho calor, decidió meterse al agua junto con su hijo. Se dice quepronto comenzaron a hundirse, pues las almas de las vírgenes intentaban ahogarlos llevándolos a las profundidades y llenándolos de caricias y besos.
Aunque se resistían, los hombres se dieron cuenta de que no podían unirse a ellas a menos que estuvieran muertos. Entonces hicieron un trato: los dejarían ir a cambio de las almas de los tres hombres que se habían quedado en la orilla, a los cuales debían de sacarles el corazón tal como los mexicas habían hecho con las ánimas en pena.Ambos lograron escapar; al día siguiente, el señor Labastida solicitó su renuncia “por motivos de salud” y regresó a España.
Años después, un hombre cayó por accidente en la cañada, pero salió fácilmente. Lo consideró un milagro y pidió que un padre fuera a bendecir el lugar. Al llegar ahí encontraron colgado de un árbol a Ignacio, quien había ido a expiar sus culpas por lo ocurrido antes. El sacerdote ordenó echar las tres piedras al agua y bendijo el lugar. Al día de hoy, nadie conoce la ubicación exacta de esta cañada…