
El acto de viajar. La pulsión humana de abandonar la cueva, preparar enseres y prendas de acuerdo a la duración de la jornada, y salir con rumbo definido. Conocer otros lugares, otras gentes, otros aires. Comer aquello que brotó de tierras que no son las nuestras y que fue elaborado por manos distintas a las de siempre. Llevarse en el baúl de la memoria imágenes imborrables, sonidos peculiares, algún olor particular y momentos construidos a partir de la conciencia de la fugacidad.
A veces, al contemplar un atardecer o caminar por una playa o disfrutar un platillo, uno tiene la corazonada de que quizá sea la última vez que veamos y percibamos aquello que nos está deleitando. Porque incluso si el orden de las causas y los efectos logra llevarnos de nuevo al mismo sitio, de seguro algo será distinto: habrán demolido o construido algo que modifique el paisaje del lugar, abierto o cerrado comercios, o tal vez la señora que preparó con esmero nuestra comida en esa otra ocasión haya muerto. Nunca se sabe.
Lo que sí se sabe —y todos los sabemos— es que el nuestro es un país por el que vale la pena viajar. Y aunque, a últimas fechas, las circunstancias que todos conocemos —las cuales son tan penosas que no quiero ni enunciarlas— pueden disuadirnos de tomar la carretera y aventurarnos por las entrañas de la patria, creo firmemente que, si uno no se deja llevar por la corriente, aún es posible recuperar esa magia que brilla en las fotos de los viajes familiares de antaño.
Existen muchas agencias de viaje, revistas, websites especializados e instituciones gubernamentales que, en el afán de fomentar el consumo y el turismo local, han hecho famosos conceptos e ideas de viaje. Ideas como viaje corto, fin de semana, ecoturismo, turismo de aventura, gastroturismo, pueblo mágico o pueblo con encanto, y un largo etcétera, son algunas de las muchas opciones que uno puede planear y emprender, de acuerdo a los gustos y las posibilidades económicas —¡y físicas!, porque no es lo mismo subir el cerro del Tepozteco cuando se cargan casi cinco décadas sobre los hombros.
Pero lo que yo aquí vengo a proponerte es algo distinto: paseemos por los rincones escondidos de México. Esos que no convocan a las hordas de vacacionistas en shorts y camisa hawaiana, que no cuentan con resorts —vamos: algunos no llegan a hoteles de cinco estrellas— ni aeropuerto, ni restaurantes de cadena en los que sirven un bufet frío y despersonalizado. Esos a los que hay que llegar por tierra, sin prisas, por carreteras de baja velocidad, para ir descubriendo y desvelando poco a poco sus secretos —son tantos y hay tanto que decir sobre ellos, que sólo alcanzaré a mencionar unos pocos; pero con esos bastarán.
Voy paʼl norte…
Soy capitalino y esa es una condición que no puedo negar. Así que tomo mi auto imaginario, me dirijo hacia el norte del DF y ante mí se abren tres posibilidades: ir hacia Pachuca, hacia Tuxpan o hacia Querétaro. Empecemos por la primera ruta.
Antes de entrar a la capital del estado de Hidalgo, una senda sinuosa y ascendente que se perfila hacia donde señala mi mano derecha promete conducirme por el Corredor de la Montaña. Ahí, los caballos de fuerza de mi auto hacen el debido esfuerzo para llevarme a varios sitios en los que vale la pena estacionarse y bajar a respirar el aire fresco de las alturas: Mineral del Chico, donde es posible hacer montañismo o senderismo en parques ecológicos como Las Ventanas —solo, con pareja, con amigos o con mascota—, o simplemente ir al pueblito a disfrutar y encontrar un restaurante típico, propiedad de unos señores maduros muy epicúreos y bien hechecitos, que le sirven a uno agua fresca enfriada con hielos de agua de eneldo, y preparan truchas en más de veinte formas distintas —ese es parte del encanto: toparse con sorpresas que no pienso arruinar dándole direcciones exactas.

Mineral del Chico
Tomando otra ruta, el viajero llega a Real del Monte, que se enorgullece de ser el núcleo urbano situado a la mayor altura del país —en días nublados, uno puede tocar con las mano las nubes—, de ser la cuna del futbol soccer en México —hay un campo donde, según la tradición, los mineros ingleses que trabajaban en la región jugaron el primer partido en nuestro país— y de los afamados pastes, que son una adaptación de los pastries ingleses, cuyos máximos representantes están rellenos de jalea de manzana y se expenden justo en el centro. Si vas por allá, no olvides visitar el Panteón Inglés, en lo alto del pueblo, un lugar tan lúgubre y misterioso como hermoso y pacífico. Finalmente, al final del Corredor está Huasca, un pueblo pequeño y hospitalario donde normalmente los viajeros hacen una parada rigurosa para comer unas quesadillas —y admirar, de lejecitos, la imponente fortaleza de San Miguel Regla—, y Actopan, con un convento antiquísimo y una tradición molera que puede mandar a la lona hasta al paladar más experimentado.
Si uno toma la misma salida, pero se desvía hacia la carretera que va rumbo a Tulancingo y continúa hasta Tuxpan, se puede topar con varias sorpresas. Por ejemplo, ya entrando en el estado de Puebla, con Zacatlán de las Manzanas, un entrañable pueblo relojero que también es acariciado por las nubes, donde existe una cascada majestuosa y en el que el encanto consiste en rentar una cabaña y disfrutar de los ríos y bosques; pero antes de llegar, en el mismo camino, uno se encuentra con multitud de restaurantes a la orilla de la carretera donde es posible disfrutar de mixiotes de conejo, quesadillas y, en temporada de lluvias, de las estrellas de las gastronomías hidalguense y mexiquense: los escamoles a la mantequilla. El mismísimo caviar mexicano, preparado con cebolla, chile y epazote; pierde el miedo y disfrútalo así solito, con su guacamole y en tacos con tortillas recién hechas. En medio de esas veredas, también está un pueblo blanco y pintoresco llamado Aculco, donde son famosas las nieves del centro y las cascadas que se encuentran cruzando la carretera, a las cuales en tiempo de secas es posible descender hasta la parte del río, e incluso —como lo hice yo— organizar un picnic acompañado por la música que hace el agua al caer. Salud.

Zacatlán de las Manzanas
Ahora que si uno sale por Periférico y se enfila hacia el estado de Querétaro, es recomendable tomar la desviación hacia San Juan del Río, cruzar por Bernal y Ezequiel Montes, donde se encuentra la célebre peña y la primera de las misiones franciscanas de la Sierra Gorda de Querétaro, tomar agallas y enfilarse por la sinuosa carretera que atraviesa esta escarpada pero bellísima sierra montañosa, en la que el riesgo no consiste en la dificultad de la carretera, sino en la distracción que los impresionantes paisajes ofrecen a la vista y le impiden seguir el flujo del camino. Por esa senda uno se encuentra con Pinal de Amoles, un hermoso pueblo minero que está justo en medio de la sierra, y Xalpan de Serra, con otra bella misión franciscana y un hermoso bosque donde puedes acampar o rentar una cabaña. Si sigues de frente por la misma carretera, cruzarás hacia la Huasteca potosina y podrás llegar hasta Xilitla, un pueblo espantoso —la verdad, ¿para qué te miento?— pero que contiene uno de los sitios más mágicos de nuestro país: el Jardín Surrealista del artista Edward James. De regreso, y si uno tiene los arrestos suficientes para manejar casi once horas, recomiendo la ruta por Río Verde, sólo para admirar la sublime vegetación de la Huasteca, que incluye una súbita cascada y un cañón justo a la mitad de la carretera, donde es posible parar, disfrutar y tomar fotografías. De nuevo, no te diré dónde exactamente, para no arruinar la sorpresa…

Pinal de Amoles
Hacia otros lados
Pero no vayamos tan lejos. Supongamos que, como en el Juego de la Oca, regresamos al punto de partida y emprendemos el viaje hacia el oriente; saliendo con dirección a Puebla y tomando la desviación de la caseta de Chalco, uno puede recorrer lo que se ha llamado la Ruta de Sor Juana —la décima musa, nacida en Nepantla— y llegar a un lugar esplendoroso llamado Tlalmanalco, donde se puede comer maravillosamente bien en un mercado típico y admirar una soberbia capilla al aire libre hecha de piedra labrada con motivos religiosos barrocos; más adelante, se encuentra un camino real flanqueado por casonas que, por alguna razón, recuerdan a las que uno ve en el delta del Mississippi, hasta llegar a un sitio donde se puede aparcar el coche e iniciar una caminata de un par de horas por el bosque hasta encontrar una cascada que, en tiempo de fríos, se convierte en una espectacular caída de hielo.

Tlalmanalco
¡El espacio se acaba! Así que vayamos más de prisa: hacia el poniente, y sin salir de la Ciudad de México, están dos sitios insólitos: el exconvento del Desierto de los Leones —con sus legendarios subterráneos donde más de uno asegura que un monje fantasma le habló al oído o le jaló una pierna—, y el Parque de los Dinamos, uno de los pulmones de la megalópolis y que a últimas fechas ha sido escenario de sonoros escándalos en los que ciertos grupos de personas aprovechan la soledad y la oscuridad del bosque para realizar rituales de magia negra. Si va, procure no quedarse ahí una vez que el sol empiece a ocultarse. ¡Ay, nanita!
Si tiene ánimos de seguir hacia el poniente, por la salida a Toluca, encontrará el mágico poblado de Malinalco, donde podrá recargarse de energía positiva, y Chalma, donde podrá pagar una manda al Señor crucificado del lugar. También hacia allá, rumbo a los atestados balnearios de Ixtapan de la Sal, se encuentra Villa Guerrero, una localidad que produce casi todas las flores que se compran en el DF y donde se puede comer exótica gastronomía elaborada con flores: codornices en pétalos de rosa, mole de cempazúchil y crepas de clavel.

Chalma
Pero si a usted le apetece más el calor y la humedad, tome la carretera libre a Cuernavaca, evite las aglomeraciones de chilangos en shorts de Cuernavaca y Tepoztlán, y llegue a Amatlán, donde la leyenda señala el nacimiento del dios Quetzalcóatl en una montaña fracturada, o bien busque la ruta hacia Xochicalco y, detrás de la zona arqueológica, encuentre varios hoteles locales de apariencia modesta en los que, por una cuota razonable, puede contar con alojamiento, comida y, lo que es mejor, unas albercas naturales con agua de río.
¡Uf! Como siempre sucede con los viajes, no hay tiempo —ni espacio— que alcance, y todo termina justo cuando uno empezaba a aclimatarse. Pero, ¿captó mi idea? Se trata de buscar por los rincones, evitar los sitios comunes y famosos, sortear las molestas aglomeraciones y veredear, rinconear, arriesgarse a explorar sitios que a lo mejor no tienen nada de extraordinario. O a lo mejor sí.
Reconozco mi pecado: soy capitalino, repito, y este recuento peca de centralista. Mea culpa. Pero mi intención no es la de ofrecerle una guía completa de viajes, sino más bien compartirle mis experiencias de viaje de modo que usted pueda inspirarse a hacer recorridos similares en la región que usted habita y descubrir, por su propia mano, otros rincones escondidos de México. Anímese, rechace lo predecible y, ¿quién sabe?, quizá pronto sorprenda a la redacción de Bicaalú con un recuento mucho mejor y más amplio que éste. ¡Buen viaje!
