Nosotros, los niños, detestábamos la hora de la comida, sobre todo los jueves, cuando nos ofrecían lengua encebollada o hígado a la mexicana. La repudiábamos por el mantel de encaje blanco que caía sin gracia, por la vajilla de porcelana y, sobre todo, por el incómodo formalismo que caracterizaba a aquellas reuniones. Además, no estábamos autorizados a hablar, a menos que algún adulto nos lo pidiera.
Muchas veces fui atravesada por los duros ojos de mi padre cuando, en la densa hora de la comida, me atreví a hablar sin permiso o hice una pregunta demasiado directa. “Hija, tienes que pedir perdón”. ¿Perdón de qué? ¿De querer la sal? ¿De estar allí? ¿De existir? A pesar de todo, integré la palabra a mi léxico de tal forma que, a la fecha, no sé cómo dirigirme a la gente sin pedir perdón. Constituye una compulsión y lo hago tanto, que forma parte de mí. No estoy culpando a mi padre ni a la manera ortodoxa en que nos educó; él sólo repetía lo que su padre le había enseñado. Quiero hablar del perdón que ahora fluye en mi sangre y sale de mi boca de manera obsesiva.
Pido perdón constantemente, por todo, y esto parece no molestarle a nadie; al contrario, detecto cierta aprobación cuando me inclino y, en tono reverencial, digo “perdón”. Ejemplos de esto hay varios. Estoy en el microbús, el chofer extiende su mano pidiendo el dinero; detrás de mí, una fila de gente espera. No logro encontrar en mi bolsa la moneda y me disculpo repetidas veces, con el chofer, con la demás gente. Después de diez segundos, encuentro la moneda, pero ese brevísimo lapso lo viví disculpándome. Luego, al dar con un asiento vacío, lo ocupo mientras le pido perdón al señor que también quería sentarse ahí. Unos instantes después, me gana la culpa y cedo el asiento.
Voy al súper y compro huevos orgánicos; cuando llego a mi casa, me doy cuenta de que los huevos están podridos. Decido regresar y exigir la devolución de los sesenta pesos que me costó el cartón, pero me encuentro disculpándome ante el módulo de servicio al cliente por molestar al empleado cuyo trabajo es precisamente ese: devolver el dinero a clientes insatisfechos. Salgo del súper con los sesenta pesos en la bolsa y con un profundo sentimiento de culpa revolcándose en mi estómago.
Llamo a una amiga por teléfono y paso los primeros veinte segundos disculpándome por interrumpirla, o esperando no interrumpirla; para el momento en que acepta mis disculpas y entramos en conversación, algún evento inesperado la distrae, y ahora es ella la que se disculpa con la promesa de devolverme la llamada.
Y el ejemplo más obvio, el más natural: camino por la calle y pido perdón a cuanta persona roce mi hombro. Soy una adicta al perdón. Me declaro mínima, insignificante ante los demás. Reconozco que necesito que las personas escuchen mi disculpa, que se pregonen como superiores y me aprueben. ¿Pero aprobar qué? ¿Mi existencia en este mundo?
Qué desilusión me llevé el día en que escuché a mi papá disculpándose compulsivamente por el auricular, mientras explicaba algo a su jefe. Mis padres y tíos fueron mis grandes maestros del perdón; ellos me enseñaron las formas clásicas de la apología. La primera y la más obvia se resume con la frase: “Disculpe que lo moleste, pero…”; la segunda implica minimizarse y humillarse con recriminaciones como: “Qué inútil soy, qué descuidado”. El tercer nivel y el más lastimero es el que nos lleva a dar el golpe por la espalda: por un lado nos disculpamos y, por otro, buscamos aliados para criticar al ofendido. De esta manera se completa el círculo, y la dinámica se convierte en el uso y abuso de palabras que no significan nada pero que otorgan derecho al otro. En general, y espero no sonar pretenciosa —perdón—, el mexicano humillado del que tanto nos habló Octavio Paz sigue vivo; nuestra vergüenza india todavía permea las comidas familiares con pretensión aristócrata que los mexicanos organizamos en nuestras casas.
Sin embargo, debo reconocer que he encontrado en el manejo de la palabra “perdón” un juego divertido que engaña a la gente. Me gusta usar el vocablo porque me acerca, con falsa humildad, a ciertos objetivos. Algo tan elemental como “Perdón, pero ¿me pasas la sal?” puede extenderse a esferas más ambiciosas, como “Perdón, pero ¿me amas un poco más?”
Vivimos perdonando y pidiendo perdón sin otro afán que el de minimizar, enaltecer, otorgar o ganar. Pedimos perdón tanto por nuestros logros como por nuestros fracasos; en el caso de los logros, los empequeñecemos para no parecer arrogantes, pero muy en el fondo seguimos siendo unos niños sentados a la incómoda mesa de madera en espera de la aprobación de nuestro padre —o nuestra madre.
La adicción al perdón que sufro es compleja, ni negra ni blanca. La palabra “perdón” guarda un significado que afecta la relación que tengo conmigo, pero al mismo tiempo oculta cierta hipocresía o falsa humildad. Esta compulsión me da la ilusión de superioridad ante los demás: pido perdón para manipular o para concretar ciertos objetivos y, por otro lado, pido perdón para quitarme poder y ofrecérselo a otro. También para lograr la aprobación del prójimo y, si esto es posible, ¿por qué no pedir perdón?