
Es el año de 1975 en la comuna de Cliouscat, Francia, donde se celebra un festival de jazz al aire libre al que asiste el afamado trompetista Clark Terry, quien entre otros logros formó parte de las big bands de Duke Ellington y Count Basie. Poco antes de entrar a escena, el músico se da cuenta de que necesita a un pianista y alguien le dice que traerá a uno. Poco después, Terry ve a un pequeño de menos de un metro de estatura siendo cargado y llevado ante el teclado; al principio, cree que es un niño y que se trata de una broma, pero cuando éste empezó a tocar se dio cuenta de que estaba ante un pequeño gigante del piano en el jazz: su nombre era Michel Petrucciani.

Nacido en 1962 en la localidad de Orange, en el sur rural de Francia, Petrucciani sufría de una enfermedad congénita llamada osteogénesis imperfecta, llamada la “enfermedad de los huesos de cristal” pues se caracteriza por una excesiva fragilidad del esqueleto. Debido a esta condición, Michel nunca rebasó el metro de estatura, pesaba entre veinticinco y treinta kilos, y sufrió más de cien fracturas a lo largo de su infancia y la adolescencia; padeció dolor todo el tiempo, su debilidad era tal que no podía soportar su propio peso y tenía deformidades físicas típicamente asociadas con la enfermedad: rasgos faciales distorsionados, mentón prominente, ojos saltones y la columna desviada; eso sí: sus manos eran normales y hasta un poco largas. Para colmo, sabía que su expectativa de vida era corta; por eso, quizá, trabajaba y tocaba siempre de prisa, como a sabiendas de que su tiempo estaba contado.
Los biógrafos cuentan que, a pesar de sus graves impedimentos, Michel nació con el don de la música, pues tarareaba melodías complejas antes de haber aprendido a hablar. Del piano se enamoró una vez que vio tocar a Duke Ellington en la TV; su padre —que era músico— le compró un piano de juguete que el pequeño acabó destrozando con un martillo: le parecía que el teclado “se reía de él” y le frustró que no sonaba como el que había escuchado en la televisión. Poco después, el padre se hizo de un piano real donde el pequeño pasaba casi todo su tiempo libre, practicando a los clásicos; pero cuando vio tocar a Arthur Rubinstein notó que “sus dedos se movían tan rápido que parecía una caricatura de Bugs Bunny”; entonces, se dio cuenta de que nunca sería tan bueno como él, así que decidió convertirse en músico de jazz.
Debido a su enfermedad, el padre de Michel tendía a sobreprotegerlo. Pero dentro de ese cuerpo diminuto y contrahecho como de niño, vivía el indómito espíritu de un adulto que buscaba independizarse: primero migró a París, después a California y, finalmente, a Nueva York. Estando en la Ciudad Luz, firmó un contrato con una discográfica independiente francesa y grabó seis álbumes en tres años, los cuales fueron muy exitosos y le permitieron dar conciertos en todo el país. En 1982, visitó en los Estados Unidos a Charles Lloyd, que ya estaba en el retiro; mas cuando el saxofonista oyó tocar a Petrucciani se convenció de salir nuevamente en un tour con el pequeño gigante: su aparición en el Festival de Jazz de Montreux fue estrepitosa y se convirtió en un álbum.
Ya en 1984, Michel estaba listo para las luces de Nueva York, ciudad a donde se mudó y donde brilló como pocos. Grabó álbumes para el prestigioso sello Blue Note y con jazzistas de la talla de Wayne Shorter, Dizzy Gillespie y Jim Hall. “Cuando toco, toco con el corazón, la cabeza y el espíritu —explicó una vez en una entrevista—; esto no tiene nada que ver con mi apariencia. Así soy. No toco para las cabezas de la gente, sino para el corazón. Me gusta provocar emociones en la gente; esa es mi forma de trabajar”.
La década de los ochenta fue especialmente fructífera, pero para mediados de los noventa, la vida de Michel era errática y trabajaba a un ritmo frenético, ofreciendo alrededor de 140 conciertos al año. Demasiado débil para mantenerse de pie con muletas, usaba silla de ruedas con regularidad. A finales de 1998, Petrucciani decidió bajar el ritmo, pero ya era demasiado tarde: pocos días después del Año Nuevo, ingresó en el Hospital Beth Israel de Nueva York, donde falleció a causa de una infección pulmonar el 6 de enero de 1999.
Pretucciani fue sepultado en el cementerio parisino Père-Lachaise, a un lado de la tumba de Federico Chopin y no lejos de Balzac y Jim Morrison. Se cuenta que cuando su cuerpo fue devuelto a Francia para su entierro, miles de dolientes llenaron las calles del distrito veinte y una emisora de radio francesa no emitió más música que la suya durante veinticuatro horas. En aquel entonces, el presidente francés Jacques Chirac elogió a Petrucciani por su “pasión, coraje y genio musical” y lo llamó “un ejemplo para todos”.

