
Pierdo la vista en el azul del mar. Me extravío en la infinidad de crestas y valles acuáticos que conforman ese espacio del que todo sale, al que todo vuelve. El agua de mar en movimiento tiene un efecto hechizante. Al intentar abarcar todos sus pliegues, siento que mi mente se desdobla: emergen recuerdos entrañables.
Paso largo rato mirándolo. Apunto los ojos al mar y me lleno de sus colores, desde el amanecer hasta que el Sol se hunde entre sus aguas. El dialecto que parecía aborigen con acento francés, las armonías del gospel y los ritmos de regué musicalizaron el hechizo. Sin mucho esfuerzo, aparecen imágenes nítidas y de pronto me encuentro en dos lugares al mismo tiempo. Me mezo en la hamaca: el ir y venir ayuda a regresar el minutero. No puedo creer que aquello haya ocurrido hace casi veinte años…
Las huellas de mi marido y las mías formaban un largo camino en la playa, cuando un chico se acercó para ofrecernos la oportunidad de nadar con delfines. Nos pareció natural decir que sí, la alegría de realizar un viaje de celebración nos animó a hacer algo diferente.
Cegada por la atmósfera vacacional, olvidé que no me gustan las profundidades marinas ni me identifico con esa sensación de gran libertad que los buzos experimentan al sumergirse. Pero el chico dijo que no habría nada de eso, que los estanques de los delfines eran muy seguros y además estaríamos acompañados de instructores todo el tiempo. Entonces, ¿por qué temer?
Lo seguimos y pagamos las entradas; después de eso, el chico desapareció. Nos unimos al grupo de vacacionistas bronceados, sonrientes, entusiasmados. El instructor pidió que entráramos a las regaderas para quitarnos el bloqueador, las lociones y cualquier otra cosa que pudiera contaminar el hábitat de los delfines. Luego nos condujeron a una pequeña bocana del mar, donde se conservaban las condiciones de vida de estos animales, y nos entregaron unos chalecos salvavidas.
Al saltar al agua, me sorprendió lo bajo de la temperatura, pero el cuerpo se adaptó al frío con rapidez. Nos formaron unos al lado de los otros, como una muralla humana flotando en el agua. Abrieron la puerta, hecha de redes, tras la que los delfines estaban confinados. Salieron seis, uno de ellos se adelantó y entre todos formaron una especie de triángulo que avanzó hacia nosotros a gran velocidad.
Los entrenadores se miraron. El delfín que iba a la punta nadó directamente hacia mí, sacó la cabeza para verme, se sumergió, volvió a salir a la superficie y permaneció flotando unos segundos. Con mucha delicadeza, se aproximó a mi vientre; cambió de posición hasta quedar horizontal y se giró para dejar su espiráculo —el orificio por el cual respiran los mamíferos acuáticos— frente a mi ombligo. En ese momento, la bebita gestándose en mi interior se movió hacia adelante: se formó un canal de vibraciones entre el corazón del delfín, el de la pequeñita y el mío. Los demás delfines formaron un círculo y empezaron a cantar.
Las ondas ultrasónicas que emitían generaron una descarga de endorfinas. Sentí una conexión eléctrica entre las neuronas del animal, las de la bebé y las mías; se trataba de un flujo de energía que emanaba del espiráculo del delfín y entraba a mi conducto umbilical. La magia pudo haber durado un instante o toda la eternidad: imposible saberlo.
El delfín volvió a girar lentamente, se alejó con cuidado. A medio metro de distancia, estando en posición vertical, me miró y agitó la cabeza, como diciendo que sí. Los demás delfines lo imitaron. Los vacacionistas y yo también asentimos. Entonces, los seis cetáceos regresaron a su área de confinamiento. Los entrenadores llegaron corriendo, con caras azoradas.
—¿Estás embarazada? —me preguntó un hombre con traje de neopreno y cara de pocos amigos.
Yo seguía asintiendo. Me sacaron apresuradamente del agua y, a continuación, recibí una serie de regaños en inglés y francés. A pesar del alboroto, entendí algo sobre unos estudios acerca de la conducta de los delfines y las causas por las que podrían atacar a un ser humano: en defensa propia, la necesidad fisiológica frustrada de apareamiento o al confundir a la persona con uno de ellos; esto último, aparentemente, sucede a menudo con las mujeres embarazadas.
“¿Por qué no nos dijiste?” —porque nadie me preguntó—; “Debiste habernos dicho” —yo qué iba a saber—; “Pusiste en peligro a todo el grupo, se cancela la función” —que me devuelvan mi dinero. Parados en el muelle, mi marido y yo volvimos la mirada hacia los delfines; parecía que estaban suspendidos en el agua y nos decían adiós. Tomados de la mano, salimos de ahí, sin hacer caso a los gritos de aquella torre de Babel.
La brisa tibia y el vaivén de la hamaca me traen de vuelta al presente. La cara de aquella bebé que entonces no conocía es la de una mujer que ya entró en la edad adulta. “¿Te imaginas lo que pudo haber pasado?”, me preguntó mi marido esa noche. “No sé, a lo mejor si me hubiera mordido el delfín, tendría poderes telepáticos”. Pero como unió su espiráculo a mi ombligo, hoy tengo una hija con una sensibilidad exquisita. Y, no. No tiene cara de cetáceo.
Algunos dicen que si una mujer embarazada nada con delfines, se estimula el sistema nervioso del bebé. Quizás aquellos gritos fueron una exageración y sea posible que los mamíferos acuáticos entiendan más de los misterios de la vida que los humanos.
La sabiduría del mar siempre me ha generado un estado de ensueño en el que desaparece la prudencia. A pesar de cualquier presagio, todo sigue bajo control.
