Entre varios de mis amigos, hoy más que nunca está vigente el tema del “tercer piso”, de estar dando el “rucazo”, del “cuando éramos chavos”. Hemos pasado noches enteras mofándonos de nosotros mismos por intercambiar remedios caseros para el cansancio o los achaques que antes no teníamos, y uno de los emojis que más usamos es el de los viejitos de WhatsApp, que enviamos cada vez que alguien rechaza una invitación porque prefiere irse temprano a la cama.
Darse cuenta de que uno está cambiando es hacer conciencia del tiempo y el espacio, dos elementos insignificantes en la vida hasta que un niño en la calle te llama “señora”. Cuando esto sucedió, me pareció que era un buen momento para analizarme: mi semblante es distinto, mi cuerpo cambia —subo y bajo de peso—, tiño mi cabello, lo corto, crece; me sale un grano, desaparece. Si esto sucede y siempre soy la primera en enterarme, ¿por qué es tan difícil de aceptar?, ¿por qué nos aferramos a esa foto de perfil en donde la piel lozana no es más que un producto de la polvera de Instagram?
Cumplir treinta fue algo tan natural que pasó desapercibido. Esa crisis de la que todos hablaban llegó hasta varios meses después, cuando me preguntaron si era la mamá de mi hermana, apenas siete años menor que yo. “La gente es muy estúpida para calcular edades”, pensé mientras intentaba ocultar mi enojo. Y ante la insistencia —ahora también de algunas personas adultas— de llamarme “señora”, fue que me di cuenta que el deseo por ser “grande” se había transformado en resitencia.
Un lunes cualquiera llegué a la oficina. Frente a mí se encontraba Cynthia: tenía el cabello rojo peinado en dos coletas y llevaba un jersey de los Pumas, un pantalón de mezclilla roto y sus eternos tenis Converse. Me saludó amablemente, como siempre, y siguió de largo. Sólo tuve que convertir esa escena en una fotografía mental fija para dejar de resistir y fluir con el cambio.
Cynthia tenía cuarenta y dos años y, más allá de su vestimenta, tenía algo que me generaba malestar, una especie de irritación, de “alergia emocional”. Su manera de comportarse, su lenguaje —especialmente cuando decía la palabra “chido”—, sus historias interminables sobre las farras de fin de semana o las “chelas” con los cuates, su forma de bailar en las fiestas del trabajo… Todo en ella me generaba una sensación de incongruencia y, si tuviera que ilustrar su persona con un concepto, elegiría el de “chavorruca”.
La reflexión desencadenada por aquel encuentro con Cynthia terminó revelándome algo: yo no quiero ser una chavorruca. Ella llevaba años resistiendo al cambio, no fluía con la madurez que podían brindarle su edad y su experiencia, decidió detener el tiempo a través de sí misma: de su cuerpo y su mente. Para ser honesta, lo había conseguido hasta cierto punto, pues aparentaba menor edad; sin embargo, lo que no había logrado es que el mundo la tratara como a la adolescente que asumía ser. Al margen de los estereotipos, existían cosas que se esperaban de ella, al menos en el espacio laboral —responsabilidad, profesionalismo, honestidad y madurez emocional—, las cuales, evidentemente, nunca había desarrollado. Tenía la misma capacidad de resolver un problema cotidiano que la de mi primo de veinte años.
Desde hace dos años subí al “tercer piso” y, a estas alturas, el hecho de que alguien en la calle me llame “señora” resulta menos traumatizante. El sustantivo ha perdido parte de su significación negativa, pues me parece que ser una “señora” es mejor que ser una “chavorruca”. Hoy, a mis treinta y dos, quiero crecer y fluir con los años, dejar que el tiempo y la naturaleza hagan lo propio con la materia de mi cuerpo para que perdure el aspecto inmaterial y más bello de mi ser. Quiero que, cuando necesite sentirme joven, me baste con visitar la casa de mis padres para que me digan que soy “su niña”; que toda la juventud que me queda se refleje en mis pensamientos y en mis ideas, más que en mi apariencia. Deseo no resistir al tiempo, no resistir al cambio…