Me gustaría empezar estableciendo lo que la mayoría piensa que es una persona seria. Antes, dejemos en claro que no existe un estudio científico que haya llegado a una conclusión contundente para una cuestión de esta naturaleza, por lo que resulta fácil deducir que el perfil de alguien así no es más que un montón de resoluciones arbitrarias impuestas por la sociedad. Desde luego, “ser serio” no es exactamente la mismo para un coreano que para un mexicano o un alemán; no obstante, bajo un criterio muy personal, me atrevo a citar diez “virtudes” de aquel que, orgulloso, ondea dicho estandarte:
1) Una persona seria siempre llega temprano al trabajo y nunca se marcha a su hora de salida pues, entre más tiempo permanezca anclado a su espacio laboral —o al teléfono de su empresa—, más seriedad le será considerada en el ficticio registro de buena conducta.
2) Una persona seria no toma vacaciones. Prefiere perderlas o que le sean canjeadas por dinero —como si el tiempo y el dinero fueran sinónimos.
3) Una persona seria se viste de acuerdo con su edad. Es inconcebible que alguien de más de cuarenta años use jeans y tenis Converse con regularidad.
4) Una persona seria siempre pensará que lo de antes era mejor: las películas, los libros, la música, las modas y un largo etcétera.
5) Una persona seria siempre podrá posponer sus horarios de descanso, de sueño y de comida para cumplir las demandas de ese insaciable ser llamado patrón o cliente.
6) Una persona seria sólo se fía de lo tangible; es decir, de lo que los cinco sentidos y el criterio común le indican que es la realidad y la verdad. Podrá tener una religión, pero siempre y cuando ésta goce de la oficialidad de un sumado grupo de personas.
8) Una persona seria, inexplicablemente, siempre tendrá la idea de que es eterna, por lo cual todo el tiempo justificará sus sacrificios, aunque éstos vayan en contra de su salud, sus relaciones interpersonales y contra el tiempo limitado que tiene en este mundo.
9) Una persona seria sabe que la racionalidad es símbolo de fortaleza y que todo lo que tiene que ver con los sentimientos, en contraste, representa debilidad e infantilismo; por ello, estará totalmente convencida de que la llamada “salud emocional” no es sino una tontería, y de que asistir al psicólogo o al psiquiatra es sólo para los débiles o para “los que están locos”.
10) Una persona seria lleva en la cabeza una constante vocecita que le recuerda que nada es suficiente, que no hizo lo necesario, que no tiene todo lo que desea y que, sin importar su esfuerzo y cansancio, siempre se quedará corta para cumplir con todas sus expectativas.
La primera persona seria con la que tuve contacto en mi vida fue mi padre: casi siempre estaba malhumorado o frustrado, era intolerante y —puedo asegurar con poco temor a equivocarme — padecía del ahora llamado síndrome de burnout. Sin embargo, tenía otra faceta en la que nos enseñó a ver la vida a través de un prisma diferente al común: todos los fines de semana, sin falta, nos llevaba al Desierto de los Leones, al Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria, al Parque del Pedregal o al Bosque de Chapultepec, y nos inventaba juegos o nos daba clases de estimulación creativa, de teatro o de aikido.
Cierta ocasión, mientras nos dirigíamos a pie al supermercado, se puso la bolsa del mandado vacía sobre la cabeza, como si fuera una capucha y, tomándonos de la mano a mi hermano menor y a mí —que para entonces debimos de haber tenido siete y diez años, respectivamente—, avanzó dando brinquitos varios metros hasta la entrada del comercio. Así era él: una persona seria que podía darse permiso de este tipo de locuras para mantenerse a flote.
Años después, cuando yo ya era un adolescente, me atreví a preguntarle cómo era posible que alguien como él se permitiera —a diferencia de las demás personas serias que yo conocía— conservar esa faceta disonante y estrafalaria. En silencio, anduvo hasta su librero y sacó un libro. En el pasaje que me mostró, Don Juan, un brujo yaqui y maestro de Carlos Castaneda, aleccionaba a su aprendiz:
Mientras te sientas lo más importante del mundo, no puedes apreciar en verdad el mundo que te rodea. Eres como un caballo con anteojeras: nada más te ves tú mismo, ajeno a todo lo demás. ¿Cómo puede darse uno tanta importancia sabiendo que la muerte lo está acechando?
Alguna vez leí un cuento que parece reforzar la idea anterior: cierto día, un hombre rico andaba por la playa y se topó a un tranquilo pescador echado sobre sus redes. Escandalizado, el sujeto acaudalado lo increpó:
—Pero, ¿por qué está perdiendo el tiempo, buen hombre?
—Ya acabé de trabajar —le aclaró el hombre en el suelo, con desenfado.
—¡Pero si apenas son las nueve de la mañana! ¡Si fuera inteligente, seguiría pescando, ganaría más dinero, compraría más barcos, contrataría más gente, se haría de una empresa, una gran casa, de muchas otras cosas y…!
El pescador se enderezó y lo interrumpió, esta vez con un poco de molestia en su semblante.
—¿Y para qué haría todo eso?, si se puede saber.
—Para que, al fin —respondió el hombre rico, sintiéndose sabihondo— disfrute de la vida y pueda echarse a descansar.
El pescador esbozó una sonrisa y meneó la cabeza:
—¿Y por qué tendría que recorrer tanto camino para llegar justamente al lugar donde me encuentro ahora?
Pienso que, si el presente texto se resumiera a una simple frase, ésta sería muy parecida a la leyenda que portan las cajetillas de cigarros:
No se lo tome tan en serio. El exceso de seriedad puede causar estrés, depresión, ansiedad y pérdida de gusto por la única vida que tiene.