Nos guste o no, las telenovelas mexicanas se han convertido en un referente universal de la cultura popular. Personajes derivados del melodrama televisivo como Gutierritos, Catalina Creel o la maquiavélica y neurótica Soraya Montenegro forman parte de nuestra idiosincrasia —al igual que Cantinflas, el Chavo del Ocho o Pepe el Toro—, de nuestra conversación en redes sociales y del legado cultural de México a Latinoamérica y al resto del mundo. Y aunque algunos intelectuales renieguen de ellas, todos los mexicanos hemos visto telenovelas o, al menos, recordamos una escena, a un personaje o una frase sacados de ellas.
La cuestión es que, después de tantos años, guionistas y productores han buscado formas de innovar el género de las telenovelas mezclándolo con subgéneros del cine y la literatura, a veces con éxito, y otras resultando en un total fracaso. Así, algunos teledramas han incorporado elementos de la teen comedy de los Estados Unidos, de la sátira social, de la novela de aventuras y, por supuesto, del terror.
Quizás a muchos les parezca inusual o hasta imposible que las telenovelas y el género de terror puedan fusionarse, ya que las primeras se basan en el amor que vence obstáculos, la lucha de clases o en romances tan melosos como un pastel con crema batida, y el segundo involucra tensión narrativa constante, asuntos sobrenaturales y, como constante, el miedo —que, como diría H.P. Lovecraft, es “la más antigua de las emociones humanas”.
Es así como llegamos al tema que nos interesa: las telenovelas de terror, que aunque no lo parezca han estado en las televisiones mexicanas durante seis décadas. Este es un recorrido por esas historias que marcaron generaciones enteras, tanto en México como en el resto de Latinoamérica, y que demuestran que viendo una telenovela se puede llorar de miedo, y a la vez, pegarse un buen susto.
Momias y pactos fáusticos
Aunque es más propio del cine, las series, la radio y la literatura, el terror ha existido en las telenovelas mexicanas desde 1962 con Las momias de Guanajuato, que seguía el esquema de la antología —usado por guionistas como Rod Serling en Dimensión desconocida, Charlie Brooker en Black Mirror y Ryan Murphy en American Horror Story—, en el que una momia contaba su propia historia en cada capítulo, con un guía y unos jóvenes turistas que fungían como hilo conductor. Producida por Ernesto Alonso, esta peculiar telenovela protagonizada por las célebres y tétricas figuras del Bajío que lo mismo han aparecido en comedias que en el cine de luchadores y de terror, fue un producto adelantado a su tiempo.
También puedes ver aquí la cortinilla de “Las momias de Guanajuato” (Facebook).
Fue en la década de 1980 que las telenovelas aterradoras alcanzaron su punto más alto, con la insuperable El maleficio, escrita por Fernanda Villeli y producida de nueva cuenta por Ernesto Alonso, quien realizó una apuesta arriesgada: llevar el tema del pacto con el Diablo, uno de los más tratados en la literatura, al culebrón televisivo. La historia se centró en Enrique De Martino —el propio Alonso—, quien enamora a una viuda y le da una buena vida, hasta que todo da un giro y sale a la luz que De Martino tiene tratos con Bael, un demonio que se manifiesta a través de un cuadro. Todo esto entre asesinatos, almas en pena, brujas oaxaqueñas y un niño con poderes psíquicos al más puro estilo de Stephen King.
Ahora pensemos en el asesino en serie, un personaje icónico del terror y del thriller. En ese rubro, la villana por excelencia de la televisión mexicana es Catalina Creel —interpretada por María Rubio—, una mujer con un parche en el ojo que en Cuna de lobos fue capaz de matar a quien fuera necesario con tal de encumbrar a su hijo. Esta historia fue tan exitosa que la noche del episodio final —el 5 de junio de 1987— las calles de la Ciudad de México estaban tan desiertas como cuando juega la Selección Nacional. Años después hubo un remake con Paz Vega en el mismo papel, pero ni de lejos tuvo la misma trascendencia.
Un ejemplo más es El extraño retorno de Diana Salazar, de 1988, una telenovela que arranca en tiempos de la Inquisición y llega hasta la actualidad, y aborda un tema frecuente en la narrativa sobrenatural: el amor que vence a la muerte gracias a la magia y la reencarnación. La protagonista, encarnada por Lucía Méndez, hacía gala de poderes psíquicos y, en ese momento, los ojos se le ponían amarillos: un efecto de maquillaje que hoy sería irrisorio, pero en su momento resultó aterrador.
En la década de 1990, otra telenovela terrorífica llegó a la televisión mexicana: La Chacala, una aventura al estilo de las cintas de monstruos de la Universal, protagonizada por Christian Bach; en ella, un hombre mata sin querer al hijo de la bruja del pueblo y desencadena una maldición que traerá consigo el nacimiento de dos niñas: una de la luz y otra de la oscuridad, que personificará al demonio.
Por esos mismos años, Brasil nos dio una de las mejores telenovelas de terror: Vamp, con todo lo bueno y lo malo de las historias de chupasangres. La trama iba así: a Armação dos Anjos —en la costa de Río de Janeiro— llega Natasha, una cantante de rock que hace un pacto con el conde Vlad Polanski, un centenario vampiro que le concede fama y fortuna; al enredarse la historia, Natasha quiere liberarse de la maldición, para lo que debe matar al vampiro. Por si fuera poco, a la ciudad llega una cazadora de vampiros llamada Alice Penn Taylor…
El bien sobre el mal
¿Qué opina un experto sobre el tema de las telenovelas? Para averiguarlo, le pregunté su opinión al destacado guionista mexicano Jesús Calzada, egresado del Tec de Monterrey y de la Sorbona de París, y miembro de la Sociedad General de Escritories de México, en cuyo currículum figuran producciones como Alcanzar una estrella, Corona de lágrimas y Retrato de familia. Al respecto, señaló:
“El melodrama audiovisual tiene dos vertientes: de aventuras y sentimental, pero el núcleo narrativo en ambos es el triunfo del bien sobre el mal; esto permite que al melodrama sentimental se le pueda aderezar con rasgos genéricos de todo tipo. Por otra parte, el terror siempre ha tenido lazos con el melodrama: basta recordar los relatos de vampiros y hombres lobo donde alternan, sin mayor contradicción temática, la sensualidad y la muerte.
La telenovela siempre está en busca de nuevos terrenos expresivos, aunque no siempre con éxito; pero cuando el cruce de géneros funciona, el resultado es espectacular, como [en los casos mencionados en el artículo] o en El Premio Mayor, la primera telenovela mexicana satírica y de crítica social. No sucede lo mismo con las teleseries bautizadas como “narconovelas”, cuya apología del del crimen organizado traiciona y envilece el objetivo social del melodrama, que es establecerse como una herramienta de mejoría cívica y moral comunitaria”.
Para Calzada, Catalina Creel —basada en el personaje que interpretó Bette Davis en El aniversario— es un buen ejemplo de lo difícil que es generar villanos hábiles y vigorosos, pero con motivaciones creíbles y sólidas; es decir, con razones comprensibles y verosímiles para hacer el mal, para que al final sus acciones excesivas puedan ser valoradas como dañinas para la sociedad y que, en consecuencia, necesiten ser castigadas.
Y como nunca falta la gente que desdeña a las telenovelas, para concluir Calzada arremete: “Quien crea que escribir una telenovela es fácil, tiene mucha razón: lo difícil es escribir un melodrama balanceado y correcto; es decir, una buena telenovela. El éxito ante el público siempre ha sido una apuesta azarosa e incierta, pero para conseguirlo mucho ayuda disponer de una buena estructura narrativa y de un buen balance de personajes”.