Pintura y meditación

Pintura y meditación. Zhang Daqian: 'Lone Scholar in the Autumn Woods', 1948.

Zhang Daqian: Lone Scholar in the Autumn Woods, 1948.

Zaira Torroella Posadas

Zaira Torroella Posadas

Creatividad

Cierra los ojos, respira profundo; cada vez que inhales, siente que entra luz a tu cuerpo, y al exhalar imagina que estás desechando todo el estrés y la oscuridad interior. Trata de eliminar cualquier pensamiento y concéntrate en relajar cada músculo y colmarte de luz. Si repites este ejercicio varias veces, te estarás iniciando en el arte de la meditación.

Ahora ve más lejos: siéntate a la mesa y coloca una hoja de papel frente a ti, busca carboncillo o lápiz y, mientras realizas los ejercicios de meditación, deja que tus manos tracen un sinfín de líneas, círculos, garabatos, o lo que surja en ese instante de lucidez. Al conectarte con tu yo interno, podrás plasmar pictóricamente una experiencia introspectiva.

En Occidente, la meditación no se relacionó con el arte hasta últimas fechas, cuando se empezaron a investigar los beneficios de las dinámicas de relajación y concentración, así como su efecto positivo en la creación, fluidez y desarrollo de libertad, seguridad y confianza en la ejecución del trazo. Para muchos artistas contemporáneos, la meditación forma parte esencial del proceso creativo; incluso existen academias donde se imparten cursos para que, a través de la meditación, el alumno aprenda a abrir canales perceptuales que potencien sus habilidades de representación.

La meditación y el arte oriental tienen una historia que se remonta al siglo VI, cuando el budismo se asentó en China. Para los orientales, reflexionar sobre la verdad sagrada es el ejercicio más importante, y sirvió de inspiración a los artistas desde la Antigüedad. Tenían varias formas de meditar: algunos repetían palabras, concentrándose en su significado y escuchando el silencio que precedía al vocablo sagrado; otros meditaban pensando en las bondades de la naturaleza, como el agua que riega los campos o la generosa montaña que permite a los árboles crecer sobre ella.

Durante los siglos XII y XIII, los artistas devotos pintaban paisajes que eran instrumentos para meditar

El arte religioso chino no fue utilizado —como el arte cristiano occidental— para  representar escenas doctrinales o de la vida del profeta, sino, específicamente, para la práctica de la meditación. Durante los siglos XII y XIII, los artistas devotos pintaban paisajes que, lejos de tener un fin decorativo, eran instrumentos para meditar. Las primeras obras de este tipo se realizaron sobre rollos de seda, que luego eran guardados en estuches preciosos, los cuales sólo se desenrollaban en momentos apacibles para contemplarlos y propiciar el pensamiento y la reflexión profunda.

En cuanto al método de aprendizaje, el artista debía estudiar la forma en que los antiguos maestros habían pintado un árbol, una nube o una roca… Después salía al aire libre para contemplar la naturaleza y captar el estado de ánimo del paisaje. Al regresar a su estudio, meditaba para recobrar esos estados de ánimo y poderlos plasmar con unos cuantos trazos. Era tanto el éxtasis producido por la contemplación que, muchas veces, además de la representación del paisaje el arista escribía un haikú sobre la seda. A diferencia del pensamiento occidental renacentista, los artistas orientales no pretendían comparar sus visiones paisajísticas con la realidad; preferían contagiar con su obra el valor de la majestuosidad de la naturaleza. [1

Podríamos hacer el experimento de salir una mañana al campo y dejarnos sublimar por el paisaje; tratar de percibir su “estado de ánimo” y plasmar nuestras impresiones de manera escrita o pictórica. Aunque también sería interesante realizar el ejercicio de forma inversa: observar una típica estampa orientale intuir qué fue lo que el artista experimentó en el momento de la inspiración, dejando que los trazos nos lleven a un mundo de hondos pensamientos, como si estuviéramos meditando en la cumbre de una montaña, con los ojos cerrados, el aire en el rostro y los rayos del sol naciente en la piel; el perfume de los árboles en la atmósfera, y el silencio sólo interrumpido por el trinar de algunas aves. Si ponemos nuestra mente y corazón en ello, es posible que sintamos la misma alegría introspectiva que experimentó algún maestro del arte oriental hace cientos de años.

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[1] Información obtenida de: E. H. Gombrich, La Historia del Arte, Editorial Phaidon, Londres, 2009, pp. 148-155.

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