Al leer el osado título de este artículo —porque sospecho que los muertos no conocen de barreras lingüísticas—, es muy probable que el espíritu del venerable pero colérico Johann Sebastian Bach (1685-1750) venga en persona, con todo y los blancos rizos de su peluca agitándose por la ira, a jalarme las patas para que me retracte por lo que acabo de escribir. Pero sí, señor Juan Sebastián: aunque usted porte el título, fue un griego y no un alemán quien inventó esa sublime combinación de sonidos, silencios y tiempo que llamamos música.
Pitágoras de Samos (582-507 a. C.) fue uno de los sabios más importantes de la Grecia antigua. Además de filósofo, era astrónomo, matemático y fundador de su propia escuela de pensamiento: la escuela pitagórica. Pitágoras concebía al Universo como un ordenamiento superior, cuyo complicado entretejido podía ser comprendido a través del estudio de la aritmética y la geometría, de modo que fue uno de los primeros hombres en proponer un estudio de la Naturaleza a partir de números y formulaciones matemáticas.
Los pitagóricos —que así se llamaban y, según el pato Donald en el corto Donald in Mathmagic Land (1959), se distinguían entre sí por una estrella de cinco picos dibujada en la palma de la mano— dividieron el conocimiento en las siete artes liberales: el quadrivium—los saberes exactos—, compuesto por la geometría, la aritmética, la música y la astronomía; y el trivium —los saberes humanos, de donde vienen nuestras palabras trivia y trivial—, formado por la gramática, la dialéctica y la retórica. Como la escuela pitagórica sostenía que los fenómenos del mundo físico y el espiritual podían sintetizarse en términos de proporciones y razones de enteros, sus miembros creían que los siete cuerpos celestiales —Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y el Sol 1 —, al girar en sus órbitas, producían sonidos que armonizaban entre sí, dando lugar a “la armonía de las esferas”, de la que deriva nuestra expresión “música celestial” y la idea de que los coros concéntricos de ángeles, serafines y querubines producen una “música divina” de alabanza a Dios.
Por otro lado, Pitágoras estudió la naturaleza de los sonidos musicales. Se cuenta que un día, mientras cavilaba en algún problema geométrico, al pasar por el taller de un herrero se dio cuenta que el sonido producido por el golpeteo de los martillos cambiaba de acuerdo a la longitud de éstos, y gracias a esa idea pudo establecer la relación numérica entre las notas musicales: las mismas siete notas que deberían producir los siete planetas dando vueltas y vueltas en sus órbitas. Buscando la “armonía celestial”, Pitágoras estableció relaciones matemáticas precisas para obtener sonidos agradables al oído humano. Para entender esto, hay que referirse a una figura y citar al autor Rafael Losada Liste:
Pitágoras estaba influenciado por sus conocimientos sobre las medias —aritmética, geométrica y armónica— y el misticismo de los números naturales, especialmente los cuatro primeros —tetrakis. Había experimentado que cuerdas con longitudes de razones 1:2 —los extremos 1 y 2—, 2:3 —media armónica de 1 y 2— y 3:4 —media aritmética de 1 y 2— producían combinaciones de sonidos agradables, y construyó una escala a partir de esas proporciones. Hoy los llamamos octava, quinta y cuarta porque corresponden a esas notas de la escala pitagórica diatónica —do, re, mi, fa, sol, la, si, do.
Los experimentos de Pitágoras lo llevaron a un método de afinación basado en intervalos en razón de enteros conocido como afinación pitagórica, y la escala de sonidos producida por ella se llama escala pitagórica diatónica. Y aunque los nombres de las notas que conocemos llegarían hasta el Medievo, y si bien Pitágoras no tuvo nada que ver con los bemoles y sostenidos que se usan en la música actual, creo que su idea de un orden cósmico que puede expresarse en métodos matemáticos, y de que éstos son asequibles a los sentidos a través de sonidos que nos hacen vibrar por una especie de cualidad intrínseca que los hermana con los cuerpos celestes y con los mismísimos ángeles, es suficiente para decir que fue el señor de la estrella de cinco picos, y no el de la polvosa peluca —de quien ya habrá oportunidad de hablar— quien merece el derecho de paternidad sobre esta preciada creación llamada música.
Hasta el próximo Café sonoro…