¿Podríamos volver a pensar sin Google?

¿Podríamos volver a pensar sin Google?
Francisco Masse

Francisco Masse

Si eres como yo, seguramente duermes con el smartphone en el buró. Cada mañana, suena la alarma fijada en tu Google Calendar, te levantas y antes de decidir qué ropa usarás, googleas el pronóstico del tiempo de hoy. Terminas de arreglarte y, de camino a tu cita, vuelves a abrir en Google Maps la ubicación que te enviaron y le pides a la aplicación que te sugiera la ruta más conveniente.

En el camino, después de checar tu correo —desde luego, en Gmail— y las noticias del día en Google News, retomas un libro que te tiene enganchado. Te preguntas qué otros libros ha escrito el autor y, sin pensarlo, buscas en Google la respuesta, a sabiendas de que recibirás un alud de anuncios por esta búsqueda —de paso, averiguas la discografía del artista nuevo que te recomendó Spotify.

A lo largo de la jornada, en Google buscas cursos para capacitar a tu equipo, referencias teóricas para lo que sea que hagas —en mi caso, escribir artículos como este, y si tomo citas textuales las paso por Google Translate—, destinos turísticos para el fin de semana y consejos para la transportación y el transporte, los horarios de la película que quieres ver, fotos de la actriz —o actor o modelo o influencer o lo que sea— que te gusta o la explicación al meme de moda.

Al doctor Google le dices tus síntomas y te da un diagnóstico, le preguntas un dato y te resuelve la tarea, le pides ayuda en esos embarazosos momentos cuando no recuerdas la cifra que te haría quedar bien, le confías todos los sitios donde has estado e incluso le confiesas tus fetiches sexuales mejor disimulados. Y lo peor es que, al parecer, también le estás cediendo tu capacidad de concentrarte, de recordar y, quizá, hasta de razonar.

En un comentario en el foro digital Quora, Asesh Datta, director de eTechGuys, define el efecto Google como “un panorama social y tecnológico donde los algoritmos definen el acceso al conocimiento colectivo, encapsulan nuestros recuerdos y toman decisiones por nosotros”. Por esa razón, continúa Datta, en nuestros tiempos nos estamos haciendo cada vez más dependientes de la capacidad de razonamiento de las tecnologías y menos de la nuestra; así, somos menos conscientes y cada vez más pasivos en nuestro juicio del mundo.

En diversos portales de tecnología, especialistas y estudiosos de los procesos cerebrales y la salud mental han advertido que esta continua búsqueda de información descontextualizada está, literalmente, “recableando” los circuitos de nuestras neuronas. Esto afecta nuestra memoria —pues nuestro cerebro es perezoso y prefiere recordar los pasos para la búsqueda en Google y no el dato en sí y su contexto— y también nuestra atención, pues en un día regular ésta salta de un lado a otro en su búsqueda de algo que la libre del hastío.

Pero hay que ser realistas: en un mundo como el que vivimos, a menos que uno decida convertirse en un anacoreta e irse a vivir a un lugar apartado —y, claro, sin cobertura de internet—, difícilmente se podría vivir sin tocar alguno de los tentáculos del emporio forjado por Larry Page y Sergey Brin, quienes hace poco acaban de renunciar a sus roles ejecutivos en la empresa.

Para quienes nos hemos hecho adictos a la información, pocas cosas son más satisfactorias que dar inmediatamente con datos precisos y puntuales, así como con temas relacionados, sobre cualquier asunto que nuestra curiosidad desee explorar, ya sea por encargo o por simple placer. Así que quizá convenga, más bien, aprender a explotar a nuestro favor este acceso aparentemente sin restricciones al conocimiento colectivo.

En un artículo para Medium, la periodista Jacqueline Detwiler nos recuerda que nuestro limitado pero asombroso cerebro vino antes que la cristalina y brillante vastedad del internet, y que éste funciona incluso aún mejor cuando no está “conectado” a internet, pues ésta se ha convertido en un estímulo tan poderoso, antinatural y nocivo como la cocaína o el azúcar.

Detwiler sostiene que vencer la adicción a Google no es una lucha contra el internet, sino contra la sociedad obsesionada con el inhumano ritmo productivo que ésta hace posible: desde que inicia la jornada hasta que termina, estamos realizando tareas simultáneas, adelantando pendientes mientras viajamos, resolviendo la vida personal en el tiempo de trabajo y viceversa. Así que el primer consejo es programar un tiempo específico para “no hacer nada”.

...desde que inicia la jornada hasta que termina, estamos realizando tareas simultáneas...

Tal como se oye: en tu apretada agenda digital destina unas horas a la semana para tu ocio personal; por ejemplo, mientras pones a cargar la batería de tu smartphone. Aprovecha esos momentos para leer tu libro sin saltos de la atención —quizá te resulte útil cargar contigo una libreta para anotar las ideas o datos que buscarás más tarde en internet— o para escuchar sin interrupciones ni modos aleatorios un álbum completo de tu artista favorito.

...en tu apretada agenda digital destina unas horas a la semana para tu ocio personal...

Este tiempo personal también puede destinarse para contactar con la naturaleza, meditar, hacer ejercicios de respiración profunda, cocinar, salir a desayunar tranquilamente o cualquier otra actividad offline que permita a tu cerebro “desintoxicarse” del influjo de internet.

Por otro lado, en tu días productivos normales, también puedes realizar cierta “gimnasia cerebral” para evitar que el omnisciente Google termine por atrofiar tu memoria y tu capacidad de asimilar información compleja.

Tomar notas por escrito —que, se ha demostrado, activa redes neuronales distintas a las que absorben pasivamente el resultado de nuestras búsquedas—, armar mapas mentales o tratar de construir pequeñas historias con lo aprendido, son excelentes modos de “desperezar” a tu cerebro y aprovechar el incesante flujo de información en lugar de ser avasallado por ella.

En un artículo en el diario The Atlantic, el especialista en salud y tecnología Nicholas Carr expresa su preocupación de que “Google nos esté haciendo más estúpidos”, pues según sus investigaciones está diseñado no para hacernos seres más inteligentes, sabios y pensantes, sino cada vez más pasivos y consumidores de información y de bienes. Y quizá tiene razón.

Pero también hay que considerar que, como nunca antes en la historia, una gran parte del saber del mundo —antes exclusivo de académicos y bibliotecarios— está al alcance de cualquier curioso con conexión a la red y la capacidad de hacer una búsqueda. De modo que la decisión de aprender algo en este medio o de convertirse en un mero recipiente de información —y en un sujeto de estudios de mercado—, al final, está en cada uno de nosotros.

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