
Como todos los días, el señor Reyes despertó en punto de las cinco de la mañana. Abrió sus pesados párpados y comenzó a mover su cuerpo lentamente: primero los dedos de los pies, luego las piernas, los brazos y, finalmente, los dedos de las manos. Parecía querer asegurarse de que todo seguía en su sitio, como si fuera posible que, por arte de magia, se le perdiera una extremidad mientras dormía.
Después de este chequeo, el señor Reyes se incorporaba de la cama de postes altos y, con la poca agilidad que le permitía su cadera dañada desde hacía años, se acercaba a abrir la ventana de dos hojas. Y ahí se quedaba, contemplando cómo las nubes se iban pintando de rosa y naranja para dar paso al azul intenso de la mañana; no se movía de ahí hasta que, puntualmente a las seis, Janet aparecía con el desayuno en una bandeja plástica.
—¡Buenos días! Hoy la mañana está muy bonita, ¿verdad, señor Martín?
La joven tenía una sonrisa inquietante, como la del gato de Alicia en el País de las Maravillas. Sus encías de color rojo intenso asomaban demasiado y le provocaban un nudo en la garganta al pobre hombre de 87 años, quien tenía que hacer un esfuerzo monumental para dirigir la mirada a los ojos marrones de la chica.
—Huele a quemado —se limitó a responder él.
—Están quemando el pasto para la nueva cosecha —dijo Janet con su eterna sonrisa, mientras se apresuraba a tender la cama.
Los campos de trigo se extendían por todo el horizonte de la ventana del señor Reyes. A lo lejos, las montañas parecían fundirse con el cielo mismo. A él le gustaba esa vista, era mucho mejor que aquello que veía todos los días desde su viejo departamento en la Ciudad de México, donde el canto de las aves se había extinguido hacía mucho y respirar aire fresco era casi imposible —a menos que se tuviera una mascarilla que, a través de un mecanismo eléctrico, purificara el aire.

—¿Sabe qué día es hoy? —dijo de pronto la enfermera.
El hombre se limitó a negar con la cabeza. Además de disfrutar del paisaje, había pocas cosas que lo entusiasmaban, tal vez debido al interminable vaivén entre la consciencia y la inconsciencia en el que se había sumergido en los últimos días.
—¡Día de visita! —contestó ella con entusiasmo y haciendo caso omiso a la mirada aterrada del hombre.
El señor Martín Reyes odiaba los días de visita: chicos ruidosos venían al asilo con la esperanza de sacarles unas monedas a sus abuelos ricos; a cambio, les contaban historias sobre el mundo exterior. Pero, ¿a quién le importaba lo que pasaba allá afuera? Este era su refugio, al que había huido para recluirse, lejos de la ciudad y, finalmente, morir en paz. Sin embargo, nada podía hacer para impedir que lo llevaran a la biblioteca, donde lo esperaba un grupo de jóvenes desaliñados que lo contemplaban como si fuera una pieza de museo.
—¡Buenas tardes, abuelo! —dijeron al unísono.
El señor Martín gruñó por lo bajo, mientras Janet lo ayudaba a sentarse en un sillón a un lado de la chimenea. En distintos puntos de la estancia, otros ancianos charlaban con grupos pequeños de jóvenes y algunos de ellos parecían genuinamente contentos.
—No soy su abuelo —dijo viéndolos con desprecio.
Los chicos se limitaron a reír.
—Señor Martín —dijo una chica—, ¿qué se siente tener ochenta y siete años?
—Igual que cuando tienes catorce —contestó él, encogiéndose de hombros.
Los chicos estallaron en risas al escuchar aquello.
—Eso es imposible, a los catorce tienes fuerza y agilidad, y usted apenas puede moverse sin ayuda —dijo uno de ellos.
—¿Por qué no tienes un chip, abuelo? —se apresuró a preguntar una chica peinada con coletas, que estaba sentada al fondo del grupo.
—Yo…

Flashazos de imágenes comenzaron a inundar la mente del anciano. Recuerdos de una infancia sin tecnología, de una vida feliz y tranquila junto a su esposa y sus hijos, de la repentina muerte de ella, de la pandemia, la guerra, la escasez de recursos, de una huida forzada, de haber sido capturado y de agentes del gobierno tratando de instalar un chip en su cabeza…
—¿No le gustaría vivir para siempre?
—Ya no tendría que preocuparse por enfermar, ni siquiera por comer…
—Podría ser joven y fuerte.
De pronto, al señor Reyes empezó a costarle respirar; sentía que las pequeñas figuras pálidas se le acercaban cada vez más hasta sofocarlo. Cuando la estancia se quedó en silencio, todos los pares de ojos estaban dirigidos exclusivamente hacia él, todos jóvenes, todos sonrientes, demasiado sonrientes…
—¡Aléjense de mí! —gritó con desesperación— ¡Haz que esto pare, haz que esto pare!
Otra vez sintió cómo iba sumergiéndose en ese mar espeso y sin salida, y lo último que alcanzó a preguntarse fue: ¿cuándo volvería a abrir la ventana? ¿Cuándo podría volver a abrir los ojos y revisar si su cuerpo seguía intacto?
—Abuelo, abuelo…
Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Estaba en la biblioteca. Una joven de ojos verdes y el cabello rizado como el suyo lo miraba con cariño y preocupación. —Otra vez te quedaste dormido. Creo que vamos a tener que cambiar de libro.

La chica dejó sobre la mesa una copia de Drácula, de Bram Stoker; debajo de ella se encontraba Yo, Robot de Isaac Asimov.
—Ángela, ¿qué día es hoy? —dijo el señor Martín, tratando de acompasar su agitado corazón.
—2 de noviembre —contestó ella pacientemente.
—Sí, ¿pero de qué año?
—Estamos en el 2050, abuelo —dijo ella, mientras comenzaba a guardar sus cosas en la mochila de la escuela—; y no: no nos han conquistado los vampiros, no estamos en un universo postapocalíptico y ya se erradicó el Covid-19.
La nieta y el abuelo comenzaron a reír. A su edad, Martín Reyes seguía teniendo una imaginación desbordada, justo como cuando tenía catorce años…
