Desde los quince años, he tenido un sueño recurrente: es de noche y, de pronto, me doy cuenta de que estoy de nuevo en la escuela y de que, aunque estoy vestido de acuerdo a la ocasión, no tengo la menor idea de mis horarios de clases o del salón en que debo tomarlas y, lo que es peor, de algún modo sé que he faltado mucho, que no tengo apuntes, que debo muchas tareas y que no sé absolutamente nada de lo que se preguntará en el examen. La angustia de reprobar me invade y me saca de ese asfixiante paisaje escolar onírico.
Siendo joven, estos sueños tenían lugar en la secundaria y la angustia provenía de que se me decía que aún debía una materia y tenía que recursarla; entonces, con el tremendo tamaño que tenía cuando se presentaban esos sueños —estando casado engordé muchísimo— volvía a verme dentro del uniforme que combinaba suéter verde con chazarilla blanca y un pantalón de esa tela cuadriculada que llaman Príncipe de Gales. Cuando entendí que todo era un símbolo de aquella materia de Geografía I que nunca cursé por la enfermedad del maestro[1] —y que todos aprobamos al presentar una maqueta al fin del año—, estas pesadillas cesaron por un tiempo.
Pero poco después empecé a visitar en sueños la unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana, donde estudié la licenciatura. Otra vez, ahora vestido a la moda de la década de 1990, me doy cuenta de que aún debo una materia, de que estoy obligado a recursarla y de todo lo que ya describí en el párrafo anterior. “¡Pero sí yo ya hasta me gradué!” —me digo en esos sueños y a veces incluso invoco la imagen de mi título para escapar de esa obligación. A la fecha, dichos sueños cuyo significado aún no descifro se presentan a cada tanto.
Tras leer lo anterior, uno podría pensar que fui alguien que odió la escuela y que sólo en sus pesadillas regresaría a ella. Pero nada más lejos de la realidad: me atrevo a afirmar que muchos de los días más felices de mi vida sucedieron entre clases, recreos, descansos, horas libres, cuadernos, estilógrafos, deberes escolares, balones de voli o de basquet y el olor a madera saliendo del sacapuntas. Además, pocas veces hice amistades tan sólidas y entrañables como las que establecí con mis mejores amigos, con “la banda” preparatoriana y con el clan universitario que compartía mi gusto por los libros, la música y la rebeldía; y, por si fuera poco, están los hechos de que existo gracias a que mis padres se conocieron en la secundaria nocturna, y de que a la madre de mis hijas la conocí en la UAM: así de determinantes son nuestros encuentros en la etapa escolar.
Sin duda, detrás de esos sueños existe una enorme nostalgia por los días cuando mis máximas preocupaciones eran sacar diez y que me hiciera caso la chica que me gustaba. Entonces, cuando recorro mentalmente los pasillos, las aulas y los patios donde transcurrió esa parte esencial de mi existencia, me doy cuenta de que me encantaría regresar a ellos, pero con la conciencia de vida que tengo hoy. Un poco como en esas películas donde el papá que es un exitoso hombre de negocios se matricula en la universidad para demostrarle al hijo que sí se puede, o cuando la mamá sin querer intercambia su cuerpo con el de su hija.[2]
Y es que vamos a la escuela a adquirir conocimientos generales de la cultura en que nacimos, y después otros más específicos que nos permitirán insertarnos en la sociedad como entes productivos, pero no sólo a ello: de forma paralela a esa parte académica, corre una suerte de educación sentimental en la que otros maestros y maestras —que casi nunca ostentan el título de docente— nos dan clases de amistad, amor, éxito, esfuerzo y disciplina, y también sobre los fracasos, las injusticias, las traiciones y las peleas verbales o físicas. En otras palabras, egresamos con un certificado o título y, además, con experiencias y una personalidad que —para bien y para mal— nos acompañarán toda la vida.
“¿Y por qué no das clases?”, me preguntan a veces cuando expreso esta nostalgia por las aulas. Lo cierto es que ahora las cosas y los alumnos son muy distintos. Yo viví los tiempos cuando aún eran válidos los castigos físicos para alinear a los mal portados, cuando el bullying existía, pero aún no tenía nombre, había un miedo real a reprobar —a varios de mis compañeros sus papás los golpeaban o los sacaban de la escuela para ponerlos a trabajar— y se nos trataba como alumnos, no como derechohabientes. Por eso, quizá, mi generación está tan habituada a callar, a soportar y a aceptar las cosas como se nos presentan; no somos mejores ni peores, simplemente diferentes.
Pero regresando a los sueños, a esa “escuela de noche” como la que describió Julio Cortázar, he aventurado varias interpretaciones. Una de ellas es que fue en la universidad que reprobé por primera vez, el “el niño de los dieces” aún no asimila esa derrota y por las noches busca revancha en el mismo sitio donde sucedió la afrenta; por otro lado, también he pensado que se trata de un simple reflejo del estrés que me causan las múltiples actividades de mi día a día.
Pero la explicación que más me resuena es que una parte de mí en el fondo sabe que “no he acabado”, que aún no llego a ser ese hombre que entonces soñaba yque esa idea del éxito que me prometí hace casi treinta años aún es una asignatura pendiente; entonces, la escuela no es sino la vida misma que, aunque ya soy adulto —y mamá ya no está para exigirme un diez— sigue esperando, puntual e inflexible, a que me anime a tomar ese examen final…
[1] Aclaro que en la educación pública de aquellos años muchas veces la burocracia impedía, obstaculizaba o retrasaba todo un año la sustitución de un maestro sindicalizado, algo impensable en una escuela de paga.
[2] Me refiero, desde luego, a Back to School (1986), con Rodney Dangerfield, y a Freaky Friday (2003), con Jamie Lee Curtis y Lindsay Lohan.