La investigadora de la Universidad de Stanford y codirectora del Stanford Brain Performance Center, Angela Lumba-Brown, afirma que la meditación es “una práctica intencional para cultivar la conciencia mediante la concentración”. Aunque existen muchas escuelas, en general esta práctica consiste en enfocar la atención en un objeto o pensamiento —la respiración o una cuenta del uno al diez, por ejemplo—, registrar cuándo la mente se desvía de él y, tras tomar nota mental, reconducirla al objeto de la meditación.
En su libro Rasgos alterados, el doctor Daniel Goleman —autor del best-seller mundial Inteligencia emocional (1995)— explica que cuando meditamos la atención plena y la concentración van de la mano. Al traer la atención al momento presente, el cerebro experimenta cambios significativos durante los primeros cinco días, aunque al principio son temporales; sin embargo, después de dos meses de práctica diaria los cambios se vuelven anatómicos y funcionales, según observó la doctora en neurociencia Nazareth Castellanos.
¿Y en qué consisten esos cambios? En los individuos que meditan regularmente se liberan de forma constante neurotransmisores cerebrales como la dopamina, vinculada con el placer; la serotonina, que se asocia con la felicidad, y el GABA —siglas de ácido gamma-aminobutírico—, que brinda sosiego. Además, al fortalecer la capacidad de mantener la atención, la conciencia plena beneficia la memoria a corto plazo —o de trabajo, como también se le llama—, crucial para habilidades cognitivas como la comprensión lectora y la resolución de problemas bajo estrés.
A largo plazo, la meditación puede aumentar el grosor cortical en áreas del cerebro como la corteza prefrontal y la ínsula anterior derecha, relacionadas con la atención y la interocepción o percepción de los órganos internos, lo que sugiere que no sólo es capaz de mejorar la memoria gracias a cambios estructurales en el hipocampo, sino que también promueve la neurogénesis, que es el proceso de formación de nuevas neuronas en el cerebro adulto.
Además, según el investigador en psicología de la Universidad de Stanford, Matt Dixon, la meditación modifica positivamente dos aspectos clave del cerebro: reduce la actividad en la red de modo predeterminado, responsable de la rumiación mental del pasado y el futuro, lo cual ayuda a reducir la ansiedad, y aumenta la actividad en la ínsula, mejorando la conciencia emocional y corporal.
Por otro lado, la meditación compasiva —que implica desear activamente el alivio del sufrimiento de los demás— fomenta la empatía genuina al activar circuitos cerebrales asociados con el amor y la bondad. Por eso es que algunas escuelas buscan incorporarlas a sus planes de estudio, con el proposito de generar mayor inteligencia social y compasión por los otros entre la población.
La meditación ayuda a construir una metaconciencia que permite monitorear nuestros pensamientos, sentimientos y acciones; preguntarnos por su dinámica y administrarlos como deseamos. Aunque esta metaconciencia no ha sido tan estudiada como los beneficios observables en la salud de la meditación, la evidencia hallada por el doctor Judson Brewer, director del Mindfulness Center de la Brown University, señala que al disminuir la actividad de la red de modo predeterminado también aminora la obsesión de obtener placer y aumenta el deseo de librarse de las raíces del sufrimiento según los budistas: el apego y la aversión.
En resumen, la meditación reeduca la atención, reduce la reactividad al estrés, disminuye la ansiedad anticipatoria y fomenta la empatía. Y, por si fuera poco, imágenes cerebrales y electroencefalogramas de practicantes experimentados sugieren un envejecimiento cerebral más lento, lo cual respalda la noción de que la meditación no sólo transforma la mente, sino también el cuerpo.