Sed salina

Sed salina
Carla María Durán Ugalde

Carla María Durán Ugalde

Ficciones

Entre las cosas que sólo conozco de oídas está el mar.
Salvador Novo

Ella tenía nubes negras en las pupilas y yo nunca tuve sed. Cuando los niños empezaron a pedir prestado el coche no peleábamos, pero seguro el silencio le reventaba los tímpanos. Imagino que al ver a nuestros hijos tomar las llaves y salir por su cuenta, tuvo que verme a mí y también ella eligió irse.

Fuimos el cliché de la pareja asfixiada en la rutina. Jamás supimos ser los de grandes gestos románticos ni los de grandes peleas. Éramos silencio, intentábamos darle por su lado al otro para llegar con cierta tranquilidad al fin de mes. Dos personas que no soportaban estar solas, novios que se casan por inercia y tuvieron hijos, eso fuimos. Y es que yo siempre me he sabido reseco, nada tengo qué ver con risas estridentes ni llantos devastados.

Era tímida, pero alguna vez pude ver en ella una noche tormentosa en la que corríamos peligro de naufragar. Sin embargo, nunca estuve lo suficientemente cerca. La veía claramente cuando me hablaba del mar. Pintaba acuarelas gigantes, verdes y azules, cargadas de joyas fantásticas, cien veces los siete mares. Me hablaba de la Riviera Maya y del Mediterráneo, de cómo le gustaría bucear alguna vez. Yo encogía los hombros y callaba, le decía que a mí no me gustaba la playa, y que teniendo una a menos de media hora de casa, me interesaba poco conocer otras. Nunca le prometí viajes al mar, no fuimos una pareja de promesas, ni siquiera en un principio.

Poco después de la boda dejó de pintar. Tal vez sentía la tempestad avivarse cuando tomaba el pincel y prefirió ocultarse detrás de la vida desabrida que le ofrecí. Yo siempre fui el mismo, incluso después del divorcio. Seguí trabajando en el mismo despacho, escribiendo mis diarios, pasando la pensión, evitando multitudes. El día que ella pidió separarnos lloró, yo no me acuerdo de la última vez que dejé rodar una lágrima.

Nada he escuchado de la misa de difunto. Pienso en cómo fuimos, insípidos por mi causa. La foto que pusieron junto a su féretro es reciente, la desconozco por completo; se dejó las canas y la retrataron riendo tan fuerte que se le marcaban todas las arrugas. Lejos de nuestra casa perdió el miedo a ser la mujer que hablaba de las olas. Después de mí encontró amor para sus truenos y relámpagos, y ahora que veo su foto siento la boca seca.

Se fue a vivir a una casita de la playa y cuentan que volvió a pintar y a beber con viejos amigos. Una noche le dio por nadar, como queriendo encontrar el rostro del océano. Cuando se vieron, él la amó con pasión desmesurada. Entre delirantes mareas abrazó su piel, salobres caricias olvidaron dejarla salir por aire. Terminó de amarla y la tendió en la playa, creyéndola dormida.

No me detengo ni a darles el pésame a mis hijos, me voy a la playa. De traje negro es peor, el Sol me da la sensación de comezón en la piel, tengo que alzar mucho los pies para no tropezar en la arena con los zapatos de vestir, la brisa húmeda hace muy poco por aliviar el calor. Así estuve siempre en su cuerpo; hice tan poco por verla y, de haberla visto, este sol me habría calcinado, hubiera conocido la sed que tengo ahora. Si yo no fuera, si yo no hubiera sido un hombre cualquiera, ella podría haber traído pizcas de deliciosa sal a mis días. Si hubiera sentido la mitad de sed que siento ahora, me hubiera bebido completo el diluvio que mantuvo callado.

Ahora la reconozco: una extraña que pude haber amado. No sé cómo la arena ha conseguido meterse debajo de mi ropa. A la orilla de la playa no hay sombra misericordiosa, el Sol me señala por no haber estado sediento antes. Me deshago del saco y los zapatos. Huyo de la playa hacia el océano. Me sumerjo y tomo una bocanada de sal. Estas aguas me aplacan la sed, me devuelven el llanto, algo de su piel quedó en ellas.

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