Las heridas del pasado constituyen el origen de todo tipo de expectativas y proyecciones. Cuando no se está en paz con la propia infancia, puede ser muy difícil soportar a un hijo que refleja demasiado de nosotros mismos. Quizá por ello el olvido es uno de los mecanismos de defensa más usados, a fin de protegernos de imágenes violentas y emociones que no estamos listos para procesar.
Suele suceder que, como hijos, no conocemos las emociones que generamos en nuestros padres y, sin embargo, quizás experimentamos el mismo dolor que ellos sufrieron a causa de nuestros abuelos. Conozco muchos casos de hijos que están convencidos de que todo maltrato por parte de sus padres había sido “por su bien”, por lo que deberían mostrarse más agradecidos al respecto. Pero cuando un niño integra el maltrato como algo necesario, entiende que no tiene derecho a enojarse, ni tampoco de sentirse herido. Tenemos, entonces, dos generaciones que crecieron creyendo que lo que daña, de alguna extraña manera, también hace el bien; no obstante, para que haga el “bien” es necesario reprimir su ira, confiar ciegamente en los padres y evitar las represalias —en muchas ocasiones, se trata de hijos obedientes, que sacan buenas notas escolares y tienen una actitud estoica—, aunque esto implique la anulación de la conciencia de su propio sufrimiento.
Por supuesto, la violencia física también suele caber dentro de esta manera de entender las cosas. En muchas familias los pellizcos, los azotes, los jalones y las quemaduras intencionales son acciones cotidianas y “naturales”. La normalización de la violencia heredada por los abuelos lleva a los ahora padres a no reconocerse como violentos, sin darse cuenta de que este tipo de maltrato sólo puede engendrar humillación, miedo, más violencia y patrones de sumisión.
Por otro lado, estos padres pueden rehusarse a ver o escuchar el sufrimiento de sus hijos, pues eso los llevaría a experimentar culpa —un sentimiento hasta cierto punto sano, ya que motiva a enmendar la situación mediante la empatía— y a revivir su propio sufrimiento, teniendo que admitir que su experiencia fue dolorosa y que la negación de las emociones constituye una fuente de maltrato y negligencia.
Dichos padres, y los padres de éstos, simplemente no saben cómo comportarse o ser de otro modo. Suelen estar acostumbrados a la ausencia de comunicación desde muy temprana edad y probablemente sea por eso que, en ocasiones, aunque tengan visitas, prefieren estar pegados al televisor o encerrados en la cocina. Los hijos adquieren, inevitablemente, estructuras de pensamiento, esquemas de comportamiento y relaciones afectivas similares. Heredan rencores o angustias —ya sea conscientes o no— y, con el tiempo, van alimentando sus creencias negativas acerca del entorno y de ellos mismos.
Somo herederos de quienes nos han dado la vida, así que a menos que se reconozcan el dolor, la ira, el sufrimiento y otras emociones profundas, estaremos destinados a reproducir los mismos patrones. Carl Gustav Jung decía que “Hasta que el inconsciente se haga consciente, el inconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú lo llamaras destino”. No podemos cambiar sin antes comprender que la condena no libera: oprime.