Mis hijos eligen qué ver en Netflix y, de pronto, empieza a sonar el tráiler de una película de Adam Sandler. Aunque el tipo no me simpatiza, su diálogo frente a un niño de unos seis años me atrapa por completo: “¿Te gusta tu nombre? ¿No lo sabes? ¿No debería gustarte tu nombre? ¡Será para el resto de tu vida!”
Cuando crecí, de ser un niño alegre, intrépido y parlanchín me convertí en un muchacho introvertido que se escondía en los rincones. Cualquiera puede imaginar mi gran sorpresa cuando, en la secundaria, una maestra de matemáticas reparó en mi existencia y declaró abiertamente que Josué, como me llamo, era un nombre muy lindo.
Aunque el evento había sido ya demasiado para un chamaco que quería ser invisible, no se detuvo ahí: la joven profesora me preguntó el significado de mi nombre. Dije que no lo sabía, así que me dejó la tarea de investigarlo.
La verdad es que mentí por vergüenza: siempre supe que Josué significa “Dios salva”. Mis padres, como los bichos raros que siempre han sido, se esmeraron en darnos nombres con significado y hacérnoslo saber: Mara, “mar de amargura”, es la hermana sándwich en el trío; Isaac, “el que sonríe”, es el menor.
Bichos raros. Conozco a muy pocos que conocen el significado de su nombre. En un mundo serio, nadie se ocupa de cosas estúpidas e inútiles como esa; en estos tiempos, hay que pasar del singular al plural, del individuo a la masa; la multitud debe ser entendible, catalogable a través de la estandarización de la conducta: todos debemos vestir lo mismo, pensar lo mismo, actuar igual.
Algunos alegarán que sí hay diferencias: que están los fresas y los darks, los hípsters y los reguetoneros: pero la verdad es que muchas de esas particularidades no son sino productos diseñados por la publicidad y los sistemas de manipulación para que, de nuevo, nos acoplemos a lo catalogable como buenos legos.
Hoy en día, el sistema nos hace pasar de Pedro, María, Francisco o Teresa a número de empleado, de seguridad social, de turno en la cremería o en el banco; también, a un número de tarjeta de crédito, de CLABE, de teléfono celular. Entonces, ¡es lógico que importe una mierda quién eres, cómo te llamas y qué significa tu nombre!
Vuelvo al tráiler: “¿Cómo te gustaría llamarte?”, pregunta Sandler. “¡Frankenstein!”, declara alegremente el pequeñito de seis.
Kitimbwa Lukangakye, un ex sacerdote católico, psicoterapeuta y filósofo, alguna vez me comentó que en el Congo, país de donde es originario, sería una auténtica aberración determinar el nombre del recién nacido antes de verle el rostro. “Es necesario que mires la cara del bebé para saber el nombre que le toca”, me aseguró.
En el mundo antiguo, antes de la era industrial, el nombre de las personas no se asignaba a la ligera como ahora. Las culturas de antaño consideraban que el nombre era una asignación del propósito, del destino, de la misión en la vida y del sentido personal que uno mismo llegaba a dar al mundo.
Así, Pedro, discípulo de Cristo, fue una “piedra” porque era necesario que sobre él se construyera una iglesia. Arturo sería el “oso fuerte y noble” que hacía falta para erigir el reino de Camelot. Aristóteles sería “el mejor propósito” y Akenatón, un “amado por el Sol”; Netzahualcóyotl, un “coyote que ayuna” y Pocahontas, una “traviesa”.
En casa tenemos dos mininos: la niña es Paprika y definitivamente es el condimento de nuestra familia, y Ragnar —¡el inmenso Ragnar!— es el aventurero insaciable, el cazador que con frecuencia nos trae ofrendas hasta el umbral. El nombre, entonces y desde el principio de la conciencia humana, está diseñado para ser la primera brújula en la vida… y nada nos impide que siga cumpliendo ese noble propósito.
Reconozco que es una exageración decir que todo es materialismo y números en la actualidad: múltiples lecturas, películas y expresiones artísticas intentan rescatar la sabiduría de las tradiciones del pasado. Por ejemplo, ahora recuerdo un anime que refuerza perfectamente mi argumento.
Se trata de El viaje de Chihiro, de Hayao Miyasaki. En una de las escenas finales, la protagonista —una niña berrinchuda, caprichosa y sumamente miedosa que, después de un periplo extraordinario, termina convirtiéndose en todo lo opuesto— confiesa su verdadero nombre a la bondadosa hechicera Zeniba.
“¡Chihiro!”, exclama Zeniba. “¡Qué bonito nombre! ¡Cuídalo bien! ¡Es tuyo!”
Pero, ¿cómo se cuida un nombre? Si lo interpretamos como los antiguos, entonces el verdadero significado de las palabras de Zeniba sería: “Cuida quien eres. Cuida tu misión en el mundo. Nunca olvides quién eres. Nunca olvides para lo que fuiste creada.”
Tal vez ahora estás de acuerdo conmigo y piensas que en el registro civil y el bautisterio se tomaron muy a la ligera el título de tu novela personal y te impusieron uno que no habla de ti misma, de ti mismo. Eso no debe representar un problema, ya que el nombre es apenas una guía hacia la completa expresión de lo que eres, de lo que puedes ser… como cuando el Waze traza una ruta extraña y complicada —es un software, a fin de cuentas— y decides, por experiencia, tomar un camino mejor.
Ahora bien, existe otra opción que, siendo honestos, tal vez pueda sonar descabellada o absurda: algunas tradiciones místicas dan un nuevo nombre a sus iniciados, o sea, un nuevo sendero a recorrer.
En lo personal, y dado que en muchos aspectos aún soy el adolescente reservado de antaño, no me atrevería a sugerirte que, si te agrada la idea, cambies tu nombre. Prefiero que el irreverente Adam Sandler repita sus palabras y que ellas hagan eco en los muros de la catedral de tu alma:
“¿Te gusta tu nombre? ¿No lo sabes? ¿No debería gustarte tu nombre? ¡Será para el resto de tu vida! ¿Cómo te gustaría llamarte?”
Decide tu nombre. Decide tu rumbo. Decide quién eres. Decide tu propósito. Es tu vida.