Al ser heredero de la vasta tradición paterna del Hanal Pixán, o “comida de ánimas” de la península de Yucatán, y del embriagante colorido de los ritos mortuorios de mi sangre materna de ascendencia purépecha, se esperaría que la celebración del Día de Muertos en el seno de mi familia, avecindada desde los años cincuenta del siglo pasado en la fronteriza ciudad de Mexicali, fuera una fascinante expresión cultural híbrida para recordar a los que ya no están entre nosotros.
Por sorprendente que parezca, ese ideal de festejo nunca se concretó en la realidad, pues los recuerdos de mi niñez de esta tradición mexicana sólo evocan las torpes coplas de calaveritas que los profesores me animaban a escribir sobre mis compañeros de la escuela, o el dulce y extraño sabor de los alegóricos cráneos azucarados que mis padres me compraban en el supermercado Calimax.
La no celebración de los fieles difuntos en la familia, tal vez como resultado del pensamiento científico-liberal de mi padre normalista y de los preceptos cristianos evangélicos promovidos por mi madre que, en conjunto, definieron mi ecléctica idiosincrasia, nunca constituyó un freno para los habitantes del Más Allá, quienes libremente y sin previa invitación formalizada en su día, se cruzaron a lo largo de mi vida para generar desasosiego en mi espíritu o hechizo en mi mente ante la posibilidad de lo sobrenatural.
La interacción con lo inexplicable no se remite solo a mi persona, pues también la han tenido varios miembros de la familia. Así, las noches de descanso de mis abuelos maternos eran interrumpidas por espíritus chocarreros, o tal vez por parientes fallecidos que, indignados, demandaban la ausencia del altar memorial en su día aporreando trastes y muebles en la vieja casa que habitaron en Chicago, durante las primeras décadas del siglo XX. Por su parte, mi suegra no ha dejado de ser visitada por algunos difuntos que le proporcionan palabras de consuelo en situaciones apremiantes, o por otros que sólo buscan inquietarla.
Por su parte, mi hija mayor, cuando pequeña y durante el tiempo que habitamos una fría, oscura y húmeda casa de la zona poniente de Guadalajara, era constantemente fastidiada por entes que cortaban su libre paso por los pasillos y habitaciones. Pero no sólo eso, también colmaban su paciencia al entrometerse en los juegos que organizaba con su docena de amigos imaginarios.
Mi esposa tampoco es ajena a los espíritus descarnados, pues hace ya varios años que se armó de valor para enfrentar una manifestación oscura y amorfa. Ésta recorría las blancas paredes de la casa y plasmaba su figura en la superficie de la cama, palpaba su espalda e intentaba aproximarse a nuestro recién nacido hijo con la intención de tocarlo. Ante el terror paralizante, las injurias proferidas y los llamados al ser supremo fueron el antídoto perfecto para ahuyentarla y no saber nunca más de ella.
Por otra parte, mi amigo Benigno me compartió una historia alucinante. Con sentimiento y gratitud, recuerda los relatos de espantos y leyendas que su abuela materna, quien creció en Cahuaré, a las orillas del caudaloso río Grijalva en Chiapas, les contaba a él, a sus hermanos y a los vecinitos. Entre las historias que cobraban vida al oírla y verla sentada en su butaca, rodeada por el halo sobrenatural del ocaso del Día de Muertos, está la del “Sombrerón”, un espectro que se materializaba por las noches en los caminos rurales de la comarca.
El “Sombrerón” era el azote de los caminantes nocturnos, principalmente de las damas. Durante su andar, las personas escuchaban el llanto de un bebé que provenía de los matorrales aledaños. Afligidas, lo buscaban para consolarlo, pero el reclamo infantil parecía provenir de todas partes. La campaña terminaba trágica y abruptamente, pues se encontraban con la imagen de un hombre alto, vestido totalmente de negro y con un característico y enorme sombrero que ocultaba su aspecto.
La curiosidad los orillaba a esforzarse por ver su cara. Craso error, pues lo que les esperaba era el mismísimo rostro de la muerte, que de inmediato ponía fin a su estadía en este mundo terrenal para confinar y sellar su vida eterna en el Más Allá. Mi amigo Benigno recuerda que una noche de su juventud, a inicios de noviembre, mientras estudiaba para un examen, fue sorprendido por el llanto de un infante. Al no haber niños en la casa, el sobresalto fue mayúsculo. El clamor provenía del oscuro patio, por lo que su corazón fue apretujado por el recuerdo del “Sombrerón”, protagonista de las historias de la abuela, que tal vez iba tras su alma. Por fortuna y para su tranquilidad, descubrió que el sollozo en realidad era el maullido de una gata en celo.
En mi caso, cómo me hubiera gustado descubrir una explicación lógica a un evento en apariencia sobrenatural. Varias experiencias paranormales han marcado mi vida, especialmente durante mi adolescencia y entrado en mis cuarentas. El común denominador fue la convivencia, casi diaria, con sombras antropomorfas, la llamada “gente sombra”; manifestaciones que, según se dice, provienen de almas perturbadas.
Corría el año 1983, había cumplido la mayoría de edad y vivía en la ciudad de Ensenada, en una bonita casa que compartía con mi hermano mayor y otros tres compañeros, mientras cursaba el segundo semestre de la universidad. Aunque la casa era muy mona, se percibía una atmósfera inquietante, pues con frecuencia las cosas eran movidas de lugar o desaparecían sin explicación alguna. Lo más incómodo era el fétido olor que infestaba las habitaciones y pasillos, el cual se incrementaba en las vísperas o durante la celebración de las fiestas de Halloween y el Día de los Muertos.
Recuerdo una tarde en la que descansaba en mi cama después de una mañana de arduos trabajos escolares. Tumbado bocabajo mientras leía una romántica novela Julia, las cuales mi compañero de habitación consumía con fervor, empecé a notar que el aire de la habitación se enrarecía con una rancia pestilencia. Me percaté de que algo se encontraba al pie de mi cama, una gran silueta oscura que me tomó de los tobillos para jalarme con fuerza hacia ella. Mi terror era indescriptible, por lo que no puede gritar, sólo me sujeté fuertemente de la cama para evitar ser arrastrado hacia la sombra.
La experiencia finalizó tan repentinamente como inició. Sólo quedó como evidencia el incesante temblor de mi cuerpo, empapado de sudor. Aunque las apariciones —también percibidas por el resto de los inquilinos— no cesaron por mucho tiempo, al menos durante el año posterior nunca volvió a ocurrir una interacción de este tipo. Además, aunque mis visiones de gente sombra se prolongaron por muchos años más, éstas se esfumaron gracias a un buen amigo y médium-brujo. Él me liberó de la compañía de mi sombra o loa, que terminó encerrada en una cajita de madera.
Ahora, mis días de difuntos son encuentros no con los muertos, sino con los recuerdos de las historias de vida de aquellos que he amado y admirado durante mi transcurso por este plano terrenal.