
La empleada de la farmacia, una chica de unos veinticinco años, mira la receta y enseguida me ve directo a los ojos por un par de segundos. Su sonrisa y su gesto son los de alguien que contempla con lástima y un poco de asco al fenómeno de un circo.
—Necesito que me apunte en el reverso —dice, con ese tonito chocante característico de ciertos milenials que se creen paridos por una deidad griega o, para hablar más en sus términos, por una influencer tik-tokera con dos millones de seguidores— su nombre completo, dirección y número telefónico… y que me muestre una identificación oficial.
Por más que intento mantener el temple, la temperatura que sube frenéticamente en mi cara anuncia a voces que me he puesto de mil colores en apenas un instante.
—¡Carajo! —me digo a mí mismo mentalmente, para intentar tranquilizarme un poco—, ¿en serio se necesita tanto requisito para comprar un maldito antidepresivo? ¿Qué no todo el mundo ha tenido insomnio, ansiedad y ataques de pánico alguna vez en su vida?

Y es que, incluso durante la segunda década del siglo XXI, se sigue estigmatizando a la gente que va al psicólogo, diciendo cosas como: “Eso es para locos o debiluchos, personas que no saben llevar ‘los dos’ bien puestos y enfrentar la vida”. Pero esta vez ni siquiera pude ir al psicólogo. ¿Pues con qué ojos? ¡Como si pudiera gastarme mil pesos por sesión! Sólo fui aquí a dos cuadras, al consultorio de una doctora que conocemos desde hace muchos años y que es comprensiva, simpática y atinada, además de que cobra poco.
—Sólo te lo tomarás durante un mes —me aclaró con su tono apaciguador y bonachón, mientras llenaba de garabatos la receta—, este medicamento es muy ligero y no causa adicción, así que no te preocupes; es común que en invierno nos entre un poco la depre: los días son cortos y, además, el frío empeora las cosas; es eso, nada más…
—Sí, ¡es eso nada más! —pienso para mis adentros, mientras la chica sigue viéndome casi con desprecio—, ¡no importa que odie mi trabajo ni que mi jefe sea un tacaño que no me quiere dar un aumento, aunque ahora tengo el doble de responsabilidades! ¡Ni que en las fiestas de fin de año mis tíos se la hayan pasado presumiendo sus lujos y viéndonos a mí y a mi familia como si fuéramos basura! ¡Y tampoco importan las deudas ni ninguna otra cosa insignificante como la inflación y que ahora todo está más caro!
Una voz masculina, amable pero impetuosa, irrumpe de golpe y disuelve la vergüenza que me provoca la mirada de la muchacha engreída que está detrás del mostrador:
—Yo sólo quiero unas pastillas de miel con propóleo, por favor, señorita.
Aprovecho esa distracción para salir de la farmacia casi corriendo, sin esperar siquiera a que me dieran el medicamento. Ya en la calle, escucho a mis espaldas la misma voz masculina amable e impetuosa:
—Pienso que la ansiedad y la depresión son fruto de un sistema deshumanizante.
Sin entender, me pasmo por un momento; un instante después, comprendo que el sujeto, de una u otra forma, logró leer lo que estaba escrito en la receta.
—Nos convierte en androides —continúa, mientras se aproxima a mí desde el lado izquierdo y empareja sus pasos con los míos—, no en el sentido del mal sinónimo que se le ha dado de robot: androide quiere decir, más o menos, “remedo de humano”.
El hombre es ligeramente más bajo que yo, unos veinte años mayor y tiene un aire muy familiar: sin duda podría pasar por cualquiera de mis tíos, los hermanos de mi madre.

—Pero, ¿cómo puede uno bajarse de esta rueda de la fortuna? —mi pregunta es más un desafío que una indagatoria—; ¿me tengo que convertir en el Dalai Lama?
—Siempre nos han chocado los iluminados y los santones, ¿verdad? —confiesa sin buscarme con la mirada—, esos señores sin esposa ni hijos, sin cuentas por pagar, con dietas balanceadas, que duermen ocho horas al día y que cuentan con enormes equipos de personas que se ocupan de sus asuntos mundanos, como pagar los impuestos, pero que con la mano en la cintura se creen con el derecho de venir a decirnos a la gente común cómo solucionar los verdaderos problemas de la vida, ¿no es así?
Antes de que yo pueda ordenar el caos de dudas y escalofríos que me ha causado su respuesta, el desconocido se detiene justo en la esquina, alarga la mano derecha señalando con el índice e, inmediatamente, vuelve a intervenir:
—Hace varias décadas yo vivía en el número 21 de esta calle.
Lo que acaba de decir es imposible, pues mi familia y yo hemos vivido en esa misma dirección desde hace diez años, y antes de eso el lugar no era más que un terreno baldío. Al fin, el desconocido me mira directamente a los ojos. Mi columna vertebral, rígida y helada, se convulsiona porque, literalmente y en todos los sentidos de la palabra, me veo reflejado en esos ojos y en esa cara.
—Paso número uno —prosigue, mientras apoya sus dos manos en mis hombros y me sacude un poco, mirándome fijamente a los ojos—: tómate la medicina; así nomás, sin dudarlo y puntualmente, siguiendo todas las indicaciones que te dio la doctora.
Siento que sus manos cálidas me devuelven un poco de la tranquilidad que sentía extinta desde meses atrás. Continúa con su voz firme pero gentil:
—Paso número dos: ¡no seas un androide! ¡Recupera tu humanidad y no permitas que nadie te la robe! Y para eso no es necesario que te mudes a Dharamsala; sólo sigue cumpliendo los pequeños bellos gestos que te permites a cada tanto: escribe tus artículos para la revista, continúa “haciéndole al tarugo” —dice medio burlonamente y formando comillas con los dedos— con el tarot… y, sobre todo, acepta sin distracción los abrazos de tus hijos y de tu mujer, continúa juntando agua en una cubeta mientras te enjabonas, nunca dejes de regar las plantas de tu jardín ni impidas que tus gatos se acurruquen en tus piernas mientras trabajas. Esos son tus fuegos fatuos, tus centellas útiles, como los chispazos del encendedor sin gas que nos ayudaron a encontrar una vela la noche que nos quedamos sin luz, ¿te acuerdas?
Ambos nos reímos. O, más bien, me río yo en mis dos versiones temporales. Detrás de un silencio generoso, el de enfrente me da la espalda, revisa de lado a lado el tránsito y luego cruza y se aleja por la calle que sube.

—¡Oye! —le grito cuando se ha apartado unos diez pasos—, ¿publicaremos alguna de nuestras novelas? ¿Nos haremos famosos?
Voltea y me mira. Su atuendo no me dice nada: podría ser el de alguien de clase media baja o el de un excéntrico adinerado con tenis y diez playeras idénticas que cuestan cien pesos cada una. No obstante, su sonrisa confiesa más que cien mil palabras y cien mil atuendos. ¡Esa pura, sincera y plena sonrisa de felicidad!
—Continúa tomando las decisiones de la misma manera que hasta ahora —confiesa con su alegría casi infantil— y vas a llegar desde allá hasta acá —concluye, mientras se señala a sí mismo, justo en el centro del pecho.
Lo miro alejarse. Dicen que nadie tapa el Sol con un dedo… y tampoco se puede tapar con una cabeza. Pero esa cabeza, que se coloca justo entre mis ojos y el fulgor del Sol menguante del atardecer, parecía estar rodeada por una aureola.
Deslumbrado, cierro los ojos por un momento y, un instante después, no veo a nadie en la calle. Estoy loco. Necesito ir por la medicina y empezar a tomarla ahora mismo…
