A media velocidad

A media velocidad
Milena Solot Rubio

Milena Solot Rubio

Ficciones

Don’t worry about a thing.
Bob Marley

—¿Cómo están los niños?

—Muy bien, gracias, ¿y los tuyos?

—Bien, ya sabes, dando lata pero muy bien.

—¡Ay, qué bueno! Y el trabajo, ¿bien?

—Muy bien. Ocupada, como siempre, pero muy bien.

—¡Ay, qué bueno! Y tu marido, ¿bien?

—También con mucho trabajo, pero muy bien.

—Ah, mira, el trabajo es una bendición.

—Así es…

—A ver cuándo nos vemos, ¿sale?

—Sí, claro, a ver cuándo.

—Podemos ir por un café.

—Ándale.

—Nos hablamos.

—Por supuesto.

—Saludos a la familia y gracias por llamar.

—Siempre es un gusto saludarte.

Andrea cuelga el teléfono y se queda mirando el vacío, mientras intenta ignorar el dolor de cabeza que la ha estado molestando toda la mañana. Suspira y fija la atención en los papeles esparcidos en su escritorio. “A ver, ¿por dónde empezar?”, se dice, y comienza a revisar los documentos.

Al poco rato, su jefe toca la puerta.

—No puede seguir con este nivel de desempeño, Andrea. Sus entregas son muy pobres. Échele más ganas o voy a tener que buscar a alguien más abusado para que me ayude.

Ella lo mira con los grandes ojos a punto de estallar. Quiere gritar, azotar la silla contra su cara, escupirle en los lentes. ¿Quién se cree? “Entregas muy pobres”. ¿Quién se cree? No obstante, permanece muda, mirando el vacío. “Todo está bien”, se repite con el mismo tono que usó con su amiga unas horas antes.
Andrea observa el segundero en su trayecto por todos los números del reloj. Cuando las manecillas indican que son las tres en punto, sale disparada de la oficina. Camina hacia su coche, lo enciende y maneja a velocidad media, sosteniendo el volante con ambas manos.

La familia de cuatro está reunida, como cada día, ante la mesa del comedor de madera.

—¿Cómo les fue en la escuela? —les pregunta Andrea a sus hijos.

—Bien, mamá —contestan los niños en coro.

—¿Qué hicieron?

—Nada.

—Y tú, amor —gira levemente el torso para encontrarse con los absortos ojos de su marido—, ¿todo bien en la oficina?

—Sí, sí, todo bien. ¿A ti cómo te fue en el trabajo? —contesta el hombre con un sutil levantamiento de pestañas, apenas mira a la mujer de grandes ojos interrogantes.

—Muy bien, todo en orden —ella baja la vista al recordar el vergonzoso episodio con su jefe.

—Qué bueno.

Los sonidos de la familia comiendo se acentúan en el silencio. Andrea siente que la cabeza le va a estallar. Un leve mareo nubla su vista, pero hace un esfuerzo por reanudar la conversación.

—Hablé con Yolanda.

—Cómo está —lo que debió de ser una pregunta, se escucha como una afirmación salida de los labios de su esposo.

—Bien, todo bien.

—Qué bueno. A ver qué día organizamos una carne asada.

—Sí, le voy a hablar.

El mareo, en vez de apaciguarse, toma el control violentamente. Andrea hace inhalaciones profundas pero discretas. “Todo está bien, todo está bien”, se repite en silencio, hasta que una voz que no es la suya —ella jura que no es la suya— se emancipa desde su garganta y sale en irremediables cascadas ante la familia que, atónita, la mira enloquecer.

—El estúpido Licenciado Domínguez me regañó hoy. Creo que me va a correr. La verdad estoy harta de mi trabajo, ¡harta! La pendeja de Yolanda no sabe platicar de nada y lo único que hace es restregarme en la cara lo bien que está… Y, ¿te digo algo?, ¡estoy harta de ver tu cara de mula a mi lado en la cama! Tampoco soporto ver cómo nuestros hijos se están convirtiendo en réplicas exactas de tu poca gracia e inteligencia. La verdad odio verme en el espejo, y odio, por ésta y con toda mi alma, la hora de la comida, en la que no hacemos nada más que pretender que todo está bien. ¡Nada está bien! ¡Estoy jodida! ¿Qué no ves?

El esposo se levanta de la mesa y, alarmado, conduce a los niños a sus respectivas recámaras. Andrea los sigue a lo largo del pasillo mientras continúa entregando, como chuchillos afilados, las verdades ocultas durante tantos años.

—Prefiero vender chicles en un camión que seguir viviendo así —repite la mujer más de tres veces, hasta que su esposo, abatido, se tapa los oídos y comienza a tararear una melodía. Andrea grita llena de violencia, el hombre canta cada vez más fuerte, y los niños, asustados, cierran las puertas de sus habitaciones y se ponen a ver la tele.

Andrea colapsa en un llanto que el hombre consuela con repetidas palmadas en el antebrazo.

—¡No me toques!

El marido permanece a su lado, la observa llorar frenéticamente; luego, un poco menos exaltada, hasta que el llanto se desvanece en largos suspiros. Más tarde, se queda dormida en el sillón.

A la mañana siguiente, Andrea despierta con el sonido de la voz de su esposo, que habla por teléfono.

—Sí, eso haremos. Todo estará bien. No se preocupe, señora.

No podría ser otra persona más que él. No podría ser otra persona más que ella. Y no podría ser otra cosa que esa mentira feliz que Andrea ha decidido repetirse todos los días.

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