Angélica

Angélica
Fernando N. Acevedo

Fernando N. Acevedo

Ficciones

Pasaba el tiempo lamentándome por lo que no hice en vida. Verán, uno podía recordar los sucesos terrenales, sufrir por aquellos a quienes había amado, arrepentirse por haber odiado. No todo era felicidad pura: había recuerdos, tristes o gozosos. Uno podía enamorarse, aunque nos recomendaban evitarlo —el dolor de la pérdida posible, ¿saben?

Yo me enamoré de Angélica.

Es curioso que su nombre fuera ése, pero puedo jurar que era justo el nombre que le correspondía. Caí en el más profundo de los amores, y ella me correspondió como si nos conociéramos de mucho tiempo. Su cabello siempre tenía la apariencia de una ola rompiendo suavemente en la costa: a veces podía ver, en sus reflejos, la espuma del mar. Al tacto, la energía de eones pasaba suavemente por mis dedos y me llenaba de cierta estática que me hacía brillar de noche. Su color cambiaba con los matices de la mañana, con la intensidad del mediodía, con los tonos del atardecer, y podía verlo en la más cerrada noche.

En su mirada existían todas las miradas, todos los colores y, por ello, parecía llena de contradicciones. Predominaban, sin embargo, la inquietud y la serenidad, la profundidad y la sencillez. Si alguna vez una lágrima hería su piel, sus ojos no mostraban tristeza ni dolor, sólo añoranza. Angélica había sido madre y eso me hizo amarla más, pues me recordaba a mi propia madre. Yo la ayudaba a mantener la ilusión y ella simplemente dibujaba una pequeña sonrisa, breve pero suficiente para hacerme saber que estaba conforme, que le gustaba cómo secaba esa lágrima. Muchas veces jugó a llorar y nunca se lo recriminé: me fascinaba consolarla y que ella me permitiera hacerlo.

Sus manos sabían entonces hablar de amor, tocando mi alma, estremeciéndola. Suaves al tacto, parecían tomar la forma en que yo deseara experimentar mis recuerdos: finas y delgadas, grandes pero delicadas. Incluso alguna vez me regaló el tacto de una piel algo cansada pero tersa, que disfruté intensamente por los recuerdos de anhelos perdidos por la edad, las soledades, el remordimiento, el desamor refugiado y no realizado.

Sí, esos recuerdos eran tristes para mí, pero en sus manos los revivía y podía hacer eternos los momentos que ella, siempre con ternura, me regalaba.

Ella era, pues, todas las mujeres.

Con Angélica los “tempranos” dejaron de tener significado o sentido alguno, pues lograba robarme el dormir en una noche plena de amor y despertarme sin arrebatarme un sueño.

Su voz podía ser la voz del universo. Era el yo interno… era el contacto conmigo mismo.

Su silencio, en su presencia, podía ser un oasis. En su ausencia, su recuerdo era volver a morir, anhelar y añorar… desear su regreso. Ella lo sabía, y siempre volvía a mí en el momento en que más la necesitaba.

Siempre estaba, siempre amaba, siempre sabía qué decir, qué susurrar, qué puntualizar. Angélica nunca me dañó y me hacía ser cada vez mejor.

El último recuerdo que tengo de ella es el de una noche en que fui suavemente apartado de sus brazos mientras dormíamos. Yo soñaba con agua, con vida…

Sólo escuché un último “Encuéntrame”, al tiempo que sentía cómo, súbitamente, me abría paso por un túnel estrecho hacia una luz cegadora. Era recibido en las amorosas manos de mi madre y rompía en llanto.

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