
Empecé está bitácora de confinamiento en el día veintiuno de encierro, porque a medida que avanza el tiempo me doy cuenta de que esto va a durar más de lo que imaginé. Debo registrar que hay quienes se adelantaron a algunas de las preocupaciones originadas por la crisis del coronavirus, yo no tuve la lucidez para creer que esto duraría tanto tiempo.
Voy descubriendo una relación curiosa entre la fantasía y la realidad. Algunas mentes brillantes aprovecharon estos periodos para hacer algo interesante: a algún científico se le iluminó el foco y consiguió la respuesta que estaba buscando; yo en cambio, me entretengo alisando las sábanas al tender la cama, dedicando un buen tiempo a lograr que no haya una sola arruga en el edredón.
Dicen que a cada uno le toca vivir el aislamiento en la forma que mejor le conviene. Yo creo que esas ideas son formas de consuelo que le sirven a la gente que no es como yo. Sea como sea, me puse a escribir esta bitácora, aunque sólo sea un modo de taparle el ojo al macho —o, como dice Carlos Fuentes, un modo de transformar la realidad y darle el final que yo quiero, no el que me imponen—. Pienso que esta bitácora es una forma de resguardar estos recuerdos para cuando la memoria enflaquezca y ya no recordemos qué pasó cuando estuvimos encerrados.
Confirmo que la resistencia al cambio no ha servido de nada, ni a mí ni a nadie. Hemos tenido que migrar a un mundo a distancia, con medios de convivencia remota, a través de plataformas virtuales y el teletrabajo se ha hecho presente. Nos estamos adaptando a estos nuevos modos de conducir nuestras actividades y las distancias cobraron nuevas dimensiones: antes Shanghái nos parecía cerca, hoy la puerta de mi vecino es un umbral que no aspiro a traspasar.
Quiero dejar testimonio de que en este tiempo la tecnología digital ha demostrado su utilidad de forma sorprendente. Las dudas que teníamos sobre la viabilidad de los terrenos virtuales se despejaron a los pocos días. Hemos adoptado nuevas plataformas de comunicación que muchos, hace unas semanas, no conocíamos.
Si la pandemia del Covid-19 hubiera sucedido hace treinta años, quizás el mundo se habría parado en seco. Hoy, en cambio, podemos organizar reuniones a través de cualquiera de las plataformas de videollamadas, tenemos la posibilidad de trabajar en modo colaborativo haciendo que un equipo pueda estar trabajando simultáneamente en un mismo archivo, y un sinfín de maravillas más.
Sin embargo, debo establecer que en el terreno de la sana distancia es donde más apreciamos las bondades de la vida presencial. Han pasado apenas unas semanas y muchos nos hemos empalagado con tanta tecnología. La vida frente a una pantalla ya empieza a escaldarnos el alma: tantos videojuegos, conferencias virtuales, clases en línea y televisión en streaming nos empiezan a afectar.
Nos duele la espalda, la cabeza punza, tenemos los ojos rojos y sentimos una presión sobre los hombros que ya es una constante y fiel compañía. Extraño los tiempos en los que solíamos pensar, usar el lápiz y el papel para aterrizar ideas, la palabra para generar conexiones y la creatividad para imaginar soluciones. Extraño a la gente, oír sus voces, sentir un abrazo.
También, extraño mi rutina. Levantarme a la hora precisa, saltar de la cama, darme un regaderazo, maquillarme y salir a trabajar. Los primeros días dormí de más, mis horarios se trastocaron. Abría el ojo y ni miraba el reloj. Jalaba la computadora y la encendía. Trabajaba entre las sábanas, en pijama, despeinada. Si me gruñía la panza, sacaba algo del refrigerador y me lo comía.
Me apena confesar que hubo días en que olvidé bañarme. Creo que la tristeza no me dejaba mover. Pero me harté de tanta melancolía y decidí ponerme en orden: horarios y rutinas. Separar la vida laboral de la personal fue difícil, ya que ahora las dos convergen en el mismo espacio: mi casa. Me sorprende darme cuenta de que este lugar que llamo “mi casa” ahora me es ajeno: es una desconocida.
Llegué a este departamento hace años, cuando aún era soltera. Recuerdo que un departamento interno estaba libre pero preferí este; creo que entonces tenía mejor juicio que ahora. Lo elegí porque tenía un balcón. No es que fuera en especial espacioso, pero era lo suficientemente ancho como para colocar un par de sillas y una mesita de café. Hoy, esa decisión ha sido una herencia benéfica que me llega de esa persona que fui cuando vi el lugar por primera vez.
Nunca lo había disfrutado: jamás, en todo este tiempo, me había permitido sentarme afuera. Ahora puedo y lo hago. En mi diagrama de tiempos y movimientos reservé unos minutos después de cada comida para sentarme ahí, sólo a ver. Una de las sillas aún tenía pegada la etiqueta del precio: me hizo gracia pensar que, con las prisas de la vida diaria, no hubiera contado con un minuto para quitársela.
A veces me asombro al escuchar ciertos ruidos en mi propia casa. Y es que los ritmos y movimientos del edificio, a ciertas horas, me resultaban totalmente ajenos. De hecho, la forma en que se filtra la luz por las ventanas y cómo irrumpe al amanecer y se transforma al decaer el día, es para mí toda una novedad. Es, a partir de este confinamiento, que estoy las veinticuatro horas aquí metida y siento que me estoy inaugurando en los horarios y en el espacio.
Los aromas que marcan el paso del tiempo también son asombrosos. Me llega el olor del desayuno de mi vecina de al lado, puedo adivinar lo que está cocinando la señora de arriba, imagino lo que va a comer la familia del piso de abajo y me encanta el aroma que desprende todo lo que prepara el chef que vive en el penthouse. También me doy cuenta si Don Pancho, el portero, está desinfectando las áreas comunes porque huele a cloro, y me entero si Lucha, mi amiga del departamento siete, pasa frente a mi puerta porque deja el rastro de su perfume.
Me he aficionado a andar descalza. Me gusta sentir las diferentes texturas del piso rozando las plantas de los pies. Cierro los ojos para sentir la madera del parqué, el frío de la loseta y la suavidad del tapete afelpado que tengo en la sala. ¡Adiós a los tacones, qué fortuna! El trabajo a distancia es una bendición que me ayuda a mantenerme entretenida… y una pesadilla. Me he sentido muy presionada y el trabajo se multiplicó al mismo tiempo en que llegó una reducción de sueldo.
Tengo tiempo, eso es verdad. La primera semana vi series de televisión. Lo hice con tal intensidad que terminé con la cabeza fundida. Empecé a leer, pero me cuesta concentrarme y no he logrado engancharme con la lectura. Estoy harta de mi computadora. Me duele el cuello y la parte alta de la espalda. La segunda semana, dormía de día y estaba como búho por las noches.
No pude seguir en esa desorganización y tomé una decisión. Me dispuse a reconquistar el espacio de mi casa. Espulgué los clósets, tiré muchas cosas que ya ni recuerdo cuándo compré ni en qué estaba pensando cuando lo hice. Me deshice de las cosas con dos criterios inflexibles: adiós a lo que no me gusta, hasta nunca a lo que no me sirve. Me temblaba la mano, pero me daba valor. Cuando acabé, me sentí ligera y descubrí que hice espacio para habitar mejor. Tomé control.
Estos últimos días los he aprovechado para sentarme en las sillas del balcón. Me dedico a mirar adentro y afuera. Es curioso, descubro objetos que nunca me di cuenta de que estaban ahí: el bebedero para colibríes en el edificio de enfrente, la alberca de la casa que se ve a la distancia, la cancha de tenis del antiguo Club Italia que quedó en ruinas cuando la asociación fue desalojada. Me siento con una taza de café cargado, porque recién me di cuenta de que no me gusta el capuchino.
Declaro que la mujer que se refleja en el espejo me está resultando una persona desconocida y quiero asentar en esta bitácora que es un territorio que quiero conquistar antes de que acabe este confinamiento.
