El primer cuarto del siglo XXI ha sido escenario de numerosas reivindicaciones del papel de la mujer en la política, la economía, las ciencias, el arte y la literatura. Y en una especie de giro histórico, el marbete de “padre de la ciencia ficción” que durante mucho tiempo ostentó el escritor francés Julio Verne (1828-1905) ahora ha pasado —con el cambio de género respectivo— a Mary Shelley (1797-1851), quien en 1818 publicó Frankenstein: el moderno Prometeo, considerada por muchos la primera novela de ciencia ficción con todas la de la ley.
Pero, ¿realmente la inglesa fue la primera en escribir tramas sostenidas por hallazgos y postulados de alguna ciencia, como la astronomía, la medicina o la antropología? Porque si bien es cierto que sus conocimientos anatómicos y del estudio de la electricidad hicieron posible la idea de una criatura confeccionada con partes de cadáveres y reanimada mediante la descarga de un relámpago, la historia es clara y nos dice que desde el siglo XVI varios científicos, filósofos y escritores habían alimentado su imaginación con descubrimientos astronómicos y teorías sociales de su tiempo.
Por eso —y sin demeritar la enorme importancia de Shelley y de su creación, que permanecerá siempre dentro de la memoria de la humanidad— haré una breve revisión de algunos autores y obras que, siglos después, han sido considerados por académicos como los antecedentes más remotos de eso que llamamos ciencia ficción, antes de que fuera un género conocido como tal.[1]
El antecedente más claro de la ciencia ficción, aunque no está relacionado con la astronomía, los viajes en el tiempo o los seres alienígenas, es la triada de utopías renacentistas conformada por Utopia (1516) de Tomás Moro, La ciudad del Sol —La città de sole o Civita Solis— (1602) de Tommaso Campanella, y La nueva Atlántida —New Atlantis— (1627) de Francis Bacon. Las tres tienen un tema en común: la visión de una sociedad ideal, armónica, avanzada y pacífica, la cual vive en “el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía” en el primer caso; en una urbe situada en la cima de una montaña con un templo circular dedicado al Sol, en el segundo; o bien, en Bensalem, una tierra mítica donde el conocimiento es el bien más preciado, en la tercera obra.
En los años siguientes, distintas utopías literarias tomaron en cuenta los grandes avances científicos y tecnológicos del siglo XVII, pero los relegaron a roles menores dentro de sus tramas para referirse con mayor énfasis a las reformas sociales, religiosas y políticas que estaban teniendo lugar en ese tiempo. De hecho, muchos autores veían con recelo el avance de la ciencia, pues significaba la secularización del conocimiento y la promoción del materialismo a través de la fascinación por la tecnología.
Aun así, y como sucedió cuatro siglos después, muchos científicos de ese tiempo se inspiraron en los recientes descubrimientos astronómicos para aventurar narraciones fantásticas que se desarrollaban en los cuerpos celestes que ahora podían observar con ayuda de telescopios. Uno de ellos fue Johannes Kepler (1571-1630), un brillante matemático y astrónomo alemán entre cuyas aportaciones a la ciencia están las tres leyes del movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol, además de una teoría conocida como la “música o armonía de las esferas celestes”, en la que concebía al sistema solar como una sucesión de poliedros perfectos o “sólidos platónicos”.
En 1608, Kepler escribió una novela llamada Somnium —o El sueño, en español—, la cual fue publicada después de su muerte; en ella, el alemán describe un sueño que tuvo cuando se quedó dormido leyendo acerca de un mago. En el mundo onírico aparece un joven islandés cuya madre —quien al parecer era bruja, misma acusación que pesó sobre la madre de Kepler— le revela la existencia de la isla de Levania, que no es otra sino nuestra Luna, desde donde observan nuestro planeta mientras conviven con las criaturas selenitas.
El siguiente autor que mencionaré a menudo es tomado por un personaje de ficción, pero vaya que fue un hombre de carne y hueso: Cyrano de Bergerac (1619-1655). El famoso soldado pendenciero, duelista y con una enorme nariz retratado en la obra teatral de Edmond Rostand, fue también poeta y autor de dos novelas satíricas que cuentan las andanzas de un viajero a otros mundos: El Otro Mundo o los estados e imperios de la Luna y Los estados e imperios del sol, ambas publicadas de forma póstuma, en 1657.
En la primera obra, un hombre llamado Cyrano intenta llegar a la Luna para probar que ahí existe una civilización que nos observa y, en efecto, llega a nuestro satélite natural ayudado por la pirotecnia —siglos después, el renombrado autor de sci-fi Arthur C. Clarke reconocería esa como la primera descripción de una nave espacial impulsada con cohetes— y convive con los Lunares, a los cuales describe como seres con cuatro piernas; también se encuentra con personajes notables como Domingo Gonsales, el protagonista de The Man in the Moone (1638) del inglés Francis Godwin (1562-1633), un recuento similar de un buen hombre que había alcanzado la Luna anteriormente, sólo que sostenido por un equipo de pájaros en vuelo.
Ya en el siglo XVIII, quizá te sorprenda saber que el filósofo francés François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire (1694-1778) —reconocido como uno de los artífices de la Ilustración francesa y promotor de ideas revolucionarias como la separación de la iglesia y el estado, la libertad de expresión y de credo—, también le entró a la ficción científica con dos historias: Micromégas (1752), acerca del habitante de un planeta que orbita la estrella Sirius, el cual viaja al sistema solar y llega a la Tierra; y El sueño de Platón (1756), cuya premisa es similar al sueño de Kepler, pero quien sueña que visita a Demigorgon, uno de los creadores del planeta, quien es el famoso filósofo griego de la antigüedad.
Resta recordar a dos autores franceses: Louis-Sébastien Mercier (1740-1814), quien en 1771 publicó la famosa novela El año 2440: Un sueño como no ha habido, la cual también plantea una travesía onírica, pero esta vez a través del tiempo, para llegar a un París en el siglo XXV; y Jean-Baptiste Cousin de Grainville (1746-1805), autor de El último hombre (1805), un poema en prosa que constituye una de las primeras visiones del fin de la vida en la Tierra —y un claro antecedente de Soy leyenda (1954) de Richard Matheson.
Antes de concluir, es prudente recordar que la ciencia ficción, como género, nació en 1929, cuando el editor de revistas Hugo Gernsback (1884-1967) acuñó el término para referirse a las obras de ficción científica —scientific fiction, luego scientificion, después science fiction o sci-fi— que publicaba en su revista Amazing Stories. Por esta razón, creo, considerar que Moro, Kepler, Cyrano, Shelley o Julio Verne “inventaron” el sci-fi es un acto de revisionismo histórico.
Y, entonces, ¿cuál de estas obras se te antoja leer primero?…
[1] Gran parte de la información de este artículo fue obtenida de: The Cambridge Companion to Science Fiction, editado por Edward James y Farah Mendlesohn. Cambridge University Press. 2003.