
Cuando alguien decide ser artista, es común que su parentela lo considere el “rarito” de la familia. Puedo imaginar la decepción que debe de sentir una familia de abogados y empresarios, cuya trayectoria impecable de pronto se ve interrumpida por el deseo de algún descendiente de consagrarse a la escritura de haikús, por ejemplo.
Mozart tuvo suerte. El compositor austriaco nació en el seno de una familia de artistas y, aunque ninguno de sus parientes logró la trascendencia que él, sin duda el ambiente en el que creció le permitió desenvolverse con una libertad que otros nunca conocieron, porque se vieron obligados a ocultar su verdadera pasión de sus seres queridos, que tal vez calificaban al arte como un pasatiempo o una ocupación menor; Mozart, en cambio, fue la culminación prodigiosa de un linaje de individuos dedicados al arte. En México, los Revueltas constituyen un caso similar: desde José y Silvestre Revueltas, hasta su descendencia actual, la familia está plagada de grandes artistas adscritos a distintas disciplinas.
En la actualidad, es más común que los padres promuevan un ambiente propicio para la expresión y la creación artística, pero todavía estamos hablando de casos excepcionales; en la mayoría de los escenarios, los jóvenes deben seguir los pasos de sus antecesores o elegir una profesión que tenga fama de ser bien remunerada. Debido a lo anterior, aún desconcierta que un miembro de la familia decida desprenderse de la tradición y dedicarse al arte para convertirse en la oveja negra del clan.
Ahora imaginen una familia con cuatro ovejas negras y visualicen al rebaño en la Inglaterra del siglo XIX. De los seis hijos que tuvieron Patrick Brontë —clérigo de origen irlandés— y María Branwell, cuatro se interesaron por el arte, y tres de esos cuatro eran mujeres: Emily, Anne y Charlotte, que escribieron, cada una por su lado, sendas novelas angulares en la historia de la literatura inglesa.
Quizás una de las principales razones para desdeñar el oficio de artista sea la creencia de que a quien se dedique al arte le espera un destino funesto y trágico; al menos para las hermanas Brontë, así fue. Tuvieron vidas cortas pero intensas, porque les tocó habitar en un lugar y en una época en los que la literatura todavía significaba aventurarse en una empresa peligrosa.
Emily, Anne y Charlotte crecieron y escribieron gran parte de su obra en Yorkshire, en los desolados páramos de Haworth, un pequeño pueblo en el que, desde 1820, su padre tuvo el título de coadjutor de la parroquia. En el presente, Haworth es un atractivo turístico donde el visitante puede conocer todos los sitios que las hermanas novelistas recorrieron y habitaron, incluido el Brontë Country, en el que se encuentra la célebre Brontë Stone Chair, una silla de piedra que las tres se iban turnando para sentarse a escribir sus primeras historias, entre las que se encuentran las crónicas de los reinos imaginarios de Gondal, Angria y Gaaldine, un juego literario que compartían, en el que a veces también participaba su hermano Branwell —acaso la verdadera oveja negra de la familia.
Durante el siglo XIX, la tuberculosis —uno de los males más antiguos de la historia— y la enfermedad en general se ligaron con el movimiento del romanticismo de una forma muy peculiar. En esa época, la tuberculosis fue conocida como la “plaga blanca”, el “mal de vivir” o “mal du siècle” —el mal del siglo— y, por otro lado, el ideal de belleza romántica, que incluía semblantes de una palidez lunar y labios rojos, llevó a las mujeres a seguir estrictas dietas de vinagre y agua, que les provocaban anemias hemolíticas. La enfermedad se idealizó porque se creía que su padecimiento producía raptos de creatividad o euforia, denominados spes phtisica, los cuales, supuestamente, se volvían más intensos a medida que la enfermedad avanzaba, hasta el punto de producirse, justo antes de la muerte, una fase final de creatividad y belleza.
En 1821, se dio la primera de muchas muertes a causa de tuberculosis en la familia Brontë: la madre, víctima de la enfermedad, dejó huérfanos a sus seis hijos. En agosto de 1824, Charlotte y Emily fueron enviadas, junto con María y Elizabeth, sus hermanas mayores, al colegio Clergy Daughters, en Cowan Bridge, Lancashire, que Charlotte retrataría con indignación y particular viveza en su novela Jane Eyre. Al poco tiempo, María y Elizabeth enfermaron de tuberculosis y, en parte debido a la miserable calidad de vida que ofrecía el colegio, murieron también.
Emily y Charlotte volvieron a Inglaterra para cuidar de Branwell, adicto al alcohol y al opio tras una serie de escándalos amorosos, decepciones y fracasos en el mundo de la pintura. Pese a que era un hombre problemático y errático, sus hermanas siempre lo apoyaron e incluso se inspiraron en su carácter caprichoso, violento, colérico y apasionado para construir a algunos de sus personajes —un ejemplo es el desalmado Heathcliff, en la novela Cumbres borrascosas de Emily. A pesar de todos los dolores de cabeza que provocó, hoy es posible admirar algunos retratos que Branwell hizo de sus hermanas.
La historia literaria de las Brontë comenzó en 1846, cuando Charlotte descubrió por casualidad los poemas que escribía Emily. Las tres hermanas decidieron publicar un libro de poesía en conjunto. Para evitar los prejuicios contra las mujeres escritoras que prevalecían durante aquella época, utilizaron seudónimos masculinos; los nombres que eligieron fueron: Currer Bell, Ellis Bell y Acton Bell. Al parecer, sólo se vendieron dos ejemplares del libro, que pasó inadvertido en el ámbito cultural londinense; sin embargo, esto no desanimó a las Brontë, quienes se propusieron escribir una novela cada una.
La primera en publicarse fue Jane Eyre (1847), de Charlotte, que tuvo un éxito inmediato. Agnes Grey, de Anne, y Cumbres borrascosas, de Emily, aparecieron más adelante en ese mismo año. Al regresar a Haworth, después de haber pasado una temporada trabajando con sus respectivos editores, encontraron a Branwell a punto de morir de tuberculosis.
Durante el funeral de su hermano, Emily contrajo tuberculosis y murió en 1848. Anne falleció a causa de la misma enfermedad en 1849, un año después de publicar su segunda novela, La inquilina de Wildfell Hall, mientras la hermana sobreviviente se encontraba enfrascada en la escritura de Shirley. En 1854, Charlotte se casó con Arthur Bell Nicholls, el cuarto hombre en proponerle matrimonio, pero el 31 de marzo de 1855, estando embarazada, Charlotte enfermó y murió de tuberculosis, al igual que sus hermanas.
Hoy, la historia de la literatura inglesa no puede entenderse sin las hermanas Brontë, que escribieron su obra en los lindes de la plaga blanca. Y aunque su trabajo magistral no se debió a los raptos de creatividad que los románticos adjudicaban a la tuberculosis, sí se vio marcado por su experiencia personal con la muerte, la soledad y la tristeza, así como por la difícil presencia de su hermano Branwell.
Otro elemento clave para comprender su relevancia, es que escribieron y publicaron sus libros en un momento histórico en el que la literatura era un oficio considerado exclusivo de los hombres. Pero el legado de las hermanas Brontë no sólo se limita al espacio literario, ya que, sin saberlo, se convirtieron en precursoras de la lucha feminista. Por seguir sus sueños y sus impulsos creativos, y por entregar su corta vida a las letras, ellas siempre representarán al rebaño negro de la literatura inglesa.
