Las puertas del metro se abrían. Desprendí la mirada de mi libro. Me asomé por la ventanilla para ver el nombre de la estación. Faltaba mucho. Regresé a mi párrafo. El asiento de mi lado izquierdo estaba vacío. Antes de entrar permita salir, decía la mujer en el altavoz. Escuché dos veces más el golpe de las puertas al cerrarse. Antes del tercer impacto, entró corriendo un chico y, todavía con la respiración agitada, se sentó en el lugar disponible junto a mí.
Yo subrayaba y hacía anotaciones con mi pluma roja, iba muy en lo mío hasta que sentí sus intrusivos ojos sobre mí. Movió la cabeza. Echó un vistazo a lo que estaba leyendo. Una sensación de incomodidad me llegó como salida del túnel. Su mirada era insistente, la sentía rozando mi oreja para después clavarse en mis páginas. El chico leía conmigo.
Levanté un poco la vista. Miré sus pies. Hice un gesto: sus zapatos me eran familiares. Vi sus manos descansando sobre sus rodillas; ahí estaban, morenas y delgadas. Vértigo. Un poco más familiar. Si era quien yo creía, debía salir corriendo. Miré más arriba. Yo conocía esa chamarra. Esa chamarra me había abrazado muchas veces. Hubo revolución en mis recuerdos.
No lo podía creer. Era él o una serie de extrañas coincidencias. Reconocí el lunar en el dedo índice de su mano derecha. Ya no había duda: era él. Maldita mano derecha. La sangre se me subió a la cabeza y mi corazón se cayó al suelo. Tenía la esperanza de que no me reconociera. Intentaba, sin mucho éxito, disimular mi inquietud. Lo miré de reojo a la cara. No me lo quería topar de frente.
Todavía sentía su mirada sobre mi hombro. Tenía dos alternativas: pretender que no lo había visto e ignorarlo todo el camino hasta que me bajara, o mirarlo directo a los ojos y aceptar que estábamos atrapados en un vagón del metro. Pero aplicar el plan b implicaría hablar con él. Ya habían pasado cuatro meses desde nuestra última conversación. ¿Qué le iba a decir? ¿De qué hablaríamos? La falla con el plan a estuvo en que el cuello me empezó a doler. Maldito cuello. Había pasado las últimas hojas de mi libro sin entender una sola palabra. Subrayé algunos datos inservibles. ¿En qué estación estábamos? Había perdido la cuenta, tenía que moverme, asomarme y ver cuánto me faltaba para llegar. El metro se detuvo. Levanté la cabeza con cuidado de no voltear hacia donde estaban esos ojos en los que me había perdido tantas veces…
Genial, faltaban tres estaciones. Regresé fielmente a mi lectura.
Demonios. Yo sabía adónde iba, pero ¿a dónde iba a él? ¿A quién iba a ver? Se acomodó un poco en su lugar y yo hiperventilé. Me sudaban las manos. Sabía que todo el vagón escuchaba los latidos de mi corazón.
Conté lo que me parecieron tres estaciones. Comencé a ver el borrón que se forma al entrar el metro a la estación. Dejé mi asiento lo más lento que pude y me dirigí a la puerta: mi espalda era un blanco y su mirada una flecha. Por fin, después de un millón de años luz, se abrieron las puertas y salté al andén. Miré alrededor, en la confusión me había bajado una estación antes. Rayos. Las puertas todavía no se cerraban. Decidí mirar al interior del vagón sólo para asegurarme de que él seguía ahí. Quería atraparlo en su jugada.
Chocaron las puertas y lo vi a través de la ventana. Ahí estaba, sentado muy tranquilo, el lugar a su derecha vacío. Al ver su cara descubrí que todo había sido coincidencia: resultó que era un chico que tenía los mismos zapatos, la misma chamarra y el mismo lunar en la mano derecha. No era él, al menos no quien yo creía. Era alguien más, con otro rostro, otro cabello, otra historia. Un chico que jamás tuvo idea de mi huracán interior.
¿Qué posibilidad hay de que tres coincidencias converjan todas en la misma persona?